¿También ustedes quieren irse? (Jn.6, 67)

27 de Noviembre de 2020

[Por: Armando Raffo]




La pregunta que Jesús dirige a los doce apóstoles refleja una crisis que se desató con la muchedumbre que le había seguido hasta el otro lado del mar de Galilea y después de la multiplicación de los panes. De hecho, el evangelio afirma que después de esa crisis que comenzó al otro lado del mar de Galilea y culminó en Cafarnaúm, “muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él.”  

 

Para comprender lo que estaba ocurriendo tanto a los discípulos como al propio Jesús, es necesario remontarnos al inicio del capítulo 6 cuando se narra la multiplicación de los panes al otro lado del mar de Galilea. Aquella multitud había quedado saciada al punto de llenar doce canastos con los trozos de panes que habían sobrado. Más allá del simbolismo de los números que aluden a la Iglesia naciente apoyada en los doce apóstoles y los doce canastos rebosantes con trozos de panes que habían sobrado, importa notar que la muchedumbre no interpreta bien el signo que Jesús había realizado. El texto dice que la gente al ver el signo realizado, comenzaron a decir que Jesús era el profeta que esperaban y que intentaron proclamarlo rey por la fuerza.  El relato continúa diciendo que Jesús huyó al monte y que permaneció solo en aquel lugar hasta bien entrada la noche. (cfr. 6,14-15)

 

Sin lugar a dudas, Jesús percibió que aquella muchedumbre no estaba entendiendo el sentido que daba a los signos que realizaba y que debía revisar el modo en que se comunicaba con aquella gente. El evento reveló una crisis de comunicación muy importante. Probablemente, Jesús se fue al monte a rumiar todo lo ocurrido para reflexionar sobre los modos en que se estaba comunicando con la multitud, así como para asumir el tipo de expectativa que les impulsaba a seguirlo. Es de notar que la gente tampoco entendió la “huida” de Jesús al monte cuando quisieron hacerlo rey. Eso quedará patente cuando al otro día se encuentre, nuevamente, con aquella multitud. En efecto, todo aquel gentío sale al encuentro de Jesús cuando se enteran que había vuelto a Cafarnaúm con sus apóstoles. En ese momento, Jesús empieza un diálogo entre él y la multitud que va subiendo de tono hasta llegar a un desenlace inesperado: prácticamente todos le abandonan.   

 

Jesús, habida cuenta de que querían hacerlo rey, procura invitarlos a dar un paso más. Les invita a no quedar encerrados en los legítimos deseos y expectativas que los embargaban, para descubrir la dimensión que, incluyendo aquellas expectativas, se ofrecía más radical y totalizante. En efecto, Jesús les reprocha que no le buscan por los signos que había realizado, sino por la materialidad de los mismos.  

 

Algo les impedía ver la profundidad de lo que Jesús quería comunicar.  Aquel pueblo, todavía no había visto más que un líder revolucionario que podría quitarles el yugo de los romanos y volver, así, a ser un pueblo independiente. Interpretaron las palabras y los signos de Jesús desde la ansiedad de sus propias expectativas. Aquella multitud no tenía, todavía, la capacidad o la apertura necesaria, para percibir la novedad que Jesús quería compartir con ellos. Aquella multitud que llevaba añares siendo pisoteada por los romanos y referentes del propio pueblo judío, no podía ver más allá de sus legítimos deseos. El grado y la profundidad de la opresión era tan ominosa, que cualquier lucecita o rendija de aire, era interpretada en esa clave, es decir, desde sus sufrimientos y anhelos más inmediatos; desde la opresión que sufrían desde hacía muchos años. Eso es lo que Jesús entendió cuando quisieron hacerlo rey. Cabe notar que Jesús sabía muy bien qué era lo que sentía y deseaba el pueblo porque él era uno de ellos. Baste decir que Jesús vivió bajo el gobierno de Herodes toda su vida. Herodes gobernaba cuando Jesús nació y también lo hacía cuando Jesús fue crucificado. 

 

Ya en Cafarnaúm Jesús se dirige a aquellas personas con el propósito de desafiarlas a soñar una esperanza más amplia y profunda que la que en aquellos tiempos colmaba sus corazones. El comienzo del diálogo es tan claro como desafiante; Jesús les dice: “En verdad les digo: ustedes me buscan no porque han visto signos, sino porque han comido de los panes y se han saciado.” (6,26) De alguna manera intenta abrir una brecha en las expectativas que ellos proyectaban sobre él con el propósito de invitarles a algo más. Les desafía a buscar el alimento que no perece, el alimento que sustenta una esperanza mayor, el alimento que él podría ofrecer. En ese contexto llega a decir: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre y el que cree en mí, no tendrá nunca sed.” (6,35)

 

Jesús les invita a dar un salto mayúsculo: ¡descubrir que el alimento material no colma el apetito profundo de las personas!, que las personas alimentamos el sentido de la vida a través de otras personas y que, sólo así, nos sostenemos en cuanto personas. Jesús nos invita a pasar del pan que sostiene nuestros cuerpos para alimentarnos del pan que sostiene nuestras esperanzas, compromisos y entregas. Por poco que miremos nuestra propia historia, podremos ver que nuestros deseos y anhelos profundos fueron sembrados por otros en nuestras vidas; más aún, podremos ver que hemos sido llamados a la vida por otros y que, somos lo que somos, porque hemos sido amados e incentivados por otros. Lo más estrictamente humano, aquello que nos define a nivel esencial, no vino ni vendrá de los alimentos físicos o materiales, sino de los amores recibidos, de las palabras que despertaron nuestras conciencias, de los sueños que otros sembraron en nuestros corazones y de eso que surge en nosotros cuando nos sentimos mirados como personas únicas e insustituibles. 

 

Esa es la mirada que Jesús quiso despertar en aquella multitud. Jesús les invita a descubrir otra dimensión de la vida. Quiso hablarles del verdadero alimento para la vida humana; quiso comunicarles que la vida que importa es la que tiene que ver con nuestras relaciones y con aquello que alimenta lo más hermoso que nos caracteriza como personas: seres capaces de amar y de ser amados.  

 

Cabe notar que a lo largo del discurso que Jesús dirige al pueblo, se dice que los judíos murmuraban entre ellos sembrando la desconfianza que acabará desvelando, más que la necedad de aquellas personas, el sufrimiento ya ancestral que había fijado su horizonte en la emancipación tan deseada. Aquel sufrimiento acumulado les impedía abrirse a descubrir el horizonte con que Jesús les invitaba a soñar. Por eso llegan a decir: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” (6,60) Inmediatamente después, se afirma que muchos de aquellos incipientes discípulos, por no decir que prácticamente todos, dejaron de seguirle y ya no andaban con él. La murmuración de la que habla el texto recuerda las murmuraciones del pueblo judío cuando peregrinaba hacia la tierra prometida en medio del desierto. Cuando arreciaban las dificultades del camino hacia la libertad, murmuraban, es decir, se desanimaban unos a otros para acabar renegando del camino emprendido y echar las culpas a Moisés como quién les habría obligado a salir de Egipto. Se olvidaban del entusiasmo y del sueño que los había puesto en camino. En efecto la dificultad extrema y el cansancio que imprime el tiempo, acaba por hacer mella en los pueblos y las personas al punto de buscar salidas o soluciones mágicas, por no decir poco humanas. 

 

Cuando aquel pueblo desilusionado abandona a Jesús, éste se dirige a los doce y les pregunta: “¿También ustedes quieren irse?” La respuesta viene en labios de Pedro como el líder de la Iglesia naciente al decir: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna.” (6,68) Aquel pequeño grupo de doce personas, simboliza el nuevo pueblo de Dios que ya no se basa en lazos de sangre, como ocurría con las doce tribus de Israel, sino en la fe que descubre a Jesús como el alimento que no perece. Aquellos hombres que vivían bajo el yugo de los romanos y de los líderes de su propio pueblo, habían podido levantar la cabeza para superar sus deseos más inmediatos y vislumbrar horizontes mayores para ellos, para el pueblo y para todas las personas.

 

Curiosamente, aquellos que estaban más cerca de Jesús y de su vida cotidiana, aquellos que conocían sus sueños y dolores, sus anhelos y tristezas, su mirada tan abierta como profunda, sus silencios y soledades, sus palabras y ternuras, su libertad a prueba de balas, así como su empatía con los sufrientes y sus temores, esos, que compartieron tan de cerca su humanidad, son los que llegan a decir que Él tiene palabras de vida eterna.

 

Los cambios y las conversiones nunca son mágicas ni momentáneas; los cambios profundos requieren de tiempo y tesón. Los encuentros rápidos y fugaces difícilmente cuestionan o destraban nuestras viejas expectativas y anquilosados sueños. El tiempo y la constancia pueden hacerlo. El tiempo y la constancia pueden ayudarnos a dar el paso de interpretar al otro y a los otros más allá de los propios juicios o prejuicios; la constancia y el tiempo puede abrirnos a la novedad del Evangelio que viene en moldesentrañablemente humanos.  

 

Si es cierto que la vida humana se alimenta de las relaciones que nos llaman a la vida y nos sostienen en ella, bien podemos imaginar que la relación sostenida y meditada con Jesús bien pude alimentar lo más humano de cada uno de nosotros al punto de sostenernos en los momentos más difíciles de la vida. 

 

Cuando Jesús pregunta a los apóstoles si también ellos quieren irse, Pedro, en nombre de los doce, ya puede decir: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.” 

 

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