“Sal y permanece de pie en el monte ante Yahvé” (1Re 19,11)

04 de Setiembre de 2020

[Por: Armando Raffo]




Advertencia preliminar

 

Antes de ofrecer algunas reflexiones a partir de un texto perteneciente al Antiguo Testamento, entiendo que importa advertir sobre algunas características del mismo. El objetivo es que podamos comprender, mínimamente bien, en qué sentido podemos afirmar que muchas de sus narraciones son “Palabra de Dios”. En efecto, una mirada como a vuelo de pájaro sobre muchos textos del Antiguo Testamento pueden sorprendernos por sus injusticias, venganzas y atrocidades. Obviamente, nada de eso es Palabra de Dios en sentido estricto, sino que dejan a la luz procesos y dinamismos que también caracterizan nuestras historias. 

 

La Palabra de Dios no es algo que simplemente cae del cielo; es una palabra acogida en moldes e historia humanos. Sí, podemos afirmar que la Palabra de Dios fue interpelando y desafiando a aquellos hombres y mujeres, así como a nosotros, a ir en pos de mayores niveles de humanidad y fraternidad. Hemos de estar atentos a la corriente de agua fresca que esconden dichos textos. Las distintas historias encierran riquezas que van más allá de los hechos en sí mismos. Hemos de acercarnos a ellas sabiendo que los protagonistas, más que personas históricas son, en realidad, arquetipos humanos que nos sirven de espejo para nuestras propias circunstancias.   

 

Elías y su encuentro con Dios

 

El primer libro de los Reyes narra, entre otras muchas cosas, las confrontaciones de Elías con los “profetas” oficiales del rey Ajab. El rey y sus profetas adoraban a Baal y no a Yahvé. El texto afirma que Ajab había obrado mal a los ojos de Yahvé y en mayor medida que sus predecesores por haberse casado con Jezabel la hija del Rey de los sidonios (1Re. 16,30-31). Los reyes de Samaría se habían alejado de Yahvé (1Re. 18,17) y Ajab había ido más lejos aún.

 

Elías, que era un profeta elegido por Yahvé, no se dejaba manipular por nada ni por nadie. Además de señalar el pecado que estaba cometiendo el Rey, le anunció que vendría una gran sequía que provocaría graves dificultades a su pueblo (1Re 17,1). En efecto, la gran sequía mostró su contundencia y el Rey apeló a “sus profetas” para que hicieran las rogativas pertinentes con el fin de provocar la lluvia. Hubo un enfrentamiento entre los profetas de Baal y Elías en el monte Carmelo para dilucidar quién era el Dios verdadero, si Baal o Yahvé. Lo 400 profetas de Baal no consiguieron producir la señal convenida, pero sí pudo hacerlo Elías. Jezabel, viéndose humillada por Elías le mandó decir que lo haría matar en menos de 24 horas. (Cfr. 1Re 19,2)

 

Elías huye hacia el monte de Dios, el Horeb, entra en una cueva y pasa la noche allí (19,8-9). Yahvé le pregunta qué hace allí y le dice que salga de la cueva y que se mantenga de pie en el monte y ante Yahvé (19,11). Lo que sigue es muy elocuente y vale la pena transcribirlo: “Entonces Yavhé pasó y hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas ante Yahvé; pero en el huracán no estaba Yahvé. Después del huracán, un terremoto; pero en el terremoto no estaba Yahvé. Después del terremoto, fuego, pero en el fuego no estaba Yahvé. Después del fuego el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, enfundó su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva. Le llegó una voz que le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?” (19,11-13) Ante la pregunta Elías responde que arde de celo por Yahvé y que sabe que le persiguen para matarlo. No obstante, Yahvé le indica que desande el camino, que vaya al desierto de Damasco y unja un nuevo rey (19, 15-18) A nadie se le escapa el peligro que ello entrañaba para la vida de Elías.

 

La narración, aunque breve y sencilla, descubre la presencia de dinamismos profundamente humanos tales como la ambición de poder, el miedo ante el peligro, la inseguridad ante el poder interesado, la fortaleza en medio de la dificultad, la confianza en Dios etc.  No obstante, y a pesar de la importancia de los hechos narrados, el centro de todo lo que ocurre está en el encuentro de Elías con Yahvé en el monte Horeb

 

Importa notar que la narración contiene algunas aparentes contradicciones tales como afirmar que Yahvé “pasó y hubo un huracán” pero que Yahvé no estaba allí, y lo mismo con el terremoto y el fuego. Así mismo, al comienzo del episodio se afirma que: “Le llegó la palabra de Yahvé diciendo: ¿Qué haces aquí, Elías?, y dialoga con él para indicarle que salga de la cueva porque Él va a pasar. De esa forma deja percibir dos tipos de presencia distintos. Por un lado, la presencia de Dios que pregunta e indica qué hacer y, por otro, la presencia por la que Elías “enfunda su rostro con el manto”. Ese cubrir el rostro revela la presencia y cercanía divina porque nadie “puede ver a Dios y seguir viviendo” (Ex. 33,20) 

 

Es legítimo pensar que el texto se refiere a dos situaciones existenciales distintas. Por un lado, la presencia de Dios en sus mandatos y orientaciones y, por otra, la presencia real que embarga el alma.  

 

Podemos suponer, entonces, que el texto nos ofrece una mirada honda sobre el modo en que Dios se acerca a nosotros con el propósito de manifestarnos su amor y fortalecernos para la misión que nos encomienda. De hecho, ese encuentro cambiará la historia y Elías superará el miedo que le había llevado a huir y se encaminará a realizar lo que era bueno y necesario para su pueblo.

 

Importa, también, recordar el lugar en el que Elías escucha a Yahvé. En efecto, se trata de un monte muy especial para el pueblo judío, un lugar que recuerda la historia de su constitución. En ese monte fue que Dios entregó las tablas de la ley a Moisés y, de esa manera se ponen los cimientos que habrán de regir la vida del pueblo. Por otro lado, Elías entra en la cueva que simboliza la oscuridad, el escondite, la invisibilidad. Yahvé le invita a salir de la cueva y a permanecer de pie a la espera de la luz. Aparecen los signos llamativos y estremecedores en los que no estaba Yahvé, a pesar de que en el tiempo de la formación del pueblo lo habían sido. De hecho, el terremoto y el fuego significaron la presencia de Dios en aquel monte cuando Moisés recibió las tablas de la Ley (cfr. Ex19,1-20; Dt. 4,11; 5,4-5). Sin embargo, nuestro relato afirma que “el Señor no estaba allí”. Elías obedece las indicaciones de Yahvé cuando le dice que salga de la cueva y que permanezca de pie a la espera de Yahvé. Pero, como ya fue dicho, esa indicación del propio Yahvé a Elías no quiere significar la presencia a la que el texto quiere aludir; ello ocurrirá en la brisa suave.

 

En efecto, la presencia de Yahvé ya no ocurre al amparo de aquellas teofanías imponentes, sino de la brisa suave que no se impone ni atemoriza, esa brisa que fortalece y brinda paz. Para ello es necesario salir de la propia cueva, de los propios miedos, de los cálculos y las conveniencias. Es necesario buscar desde la propia dignidad, desde la propia historia y erguidos para ver lejos. Hay que acallar ruidos interiores, hacer silencio y estar atento al movimiento de la vida y a su significación profunda. Esa que se percibe en la discreción, en la suavidad y no en el estrépito o la violencia. Esa señal se percibe en el silencio atento; es la forma de percibir al Señor que va a pasar con la discreción que es propia del amor. 

 

El Señor no se impone ni atemoriza; se ofrece en la brisa que sólo es perceptible para quién sale de su cueva y es capaz de apoyarse sobre la fe que le ha sido anunciada por testigos creíbles. Es la fe que tiene ojos y que nos habilita para descubrir la presencia de Dios en medio de los avatares de la vida. 

 

La Palabra de Dios nos desafía a hacer silencio, a desarmar los terremotos de tantas voces que nos llegan a través de mil medios de comunicación con estrépito y sorpresa. Estamos tan sumergidos en el mundo de la información y constantemente apremiados por distintos tipos de estímulos que ya no podemos posar la mirada en una puesta de sol ni escuchar con serenidad al otro. 

 

La Palabra de Dios nos invita a saber estar con nosotros mismos y con nuestra historia. Nos invita a percibir la brisa del amor que nos sostuvo y sostiene desde el útero materno. Esa misma brisa también nos habilita para descubrir el amor en los otros y a saber que “si no tengo amor, nada soy” (1Cor. 13,2). Así, atentos y abiertos al Señor, estaremos prontos para hacer lo que urja en bien de nuestros hermanos.  

 

Procesar Pago
Compartir

debugger
0
0

CONTACTO

©2017 Amerindia - Todos los derechos reservados.