¡Ese hombre eres tú!

21 de Agosto de 2020

[Por: Armando Raffo]




David es el hombre más elogiado de todo el Antiguo Testamento. Es alabado por su confianza en Yahvé y por haber llevado a su pueblo a niveles de poderío y grandeza que nunca más se repitieron.  Tan grande fue su fama y poderío que la fe del pueblo llegó a entender que el Mesías debía ser un heredero de David (Lc. 1,32). No por acaso, Mateo inicia su Evangelio presentando la genealogía de Jesús y subrayando que en ella se encontraba David. Los relatos sobre su vida y gobierno ocupan la mitad del primer libro de Samuel y todo el segundo. Las grandezas de David son muchas y muy llamativas. Baste recordar que David, siendo un muchacho inexperto, luchó y venció, en el nombre del Señor, a Goliat, y que arriesgó varias veces su vida por fidelidad a Dios, y por defender a su pueblo. Sin lugar a dudas fue el Rey más poderoso del pueblo judío y, por ello se le presenta como el mejor esbozo del Mesías que habría de venir. 

 

La Biblia, sin embargo, no esconde ni omite los pecados de David. El segundo libro de Samuel relata dos pecados de David que desdibujan su grandeza y recuerdan que fue un ser humano como cualquier otro. Los dos grandes pecados que comete David están relacionados al poder que ostentaba. La Biblia narra que David llegó a ser un rey tan poderoso que ya no salía, como lo hacían los demás reyes, al frente de sus tropas para defender o conquistar territorios, sino que enviaba sus huestes a realizar la tarea. 

 

El primer pecado se narra en el capítulo 11 del segundo libro de Samuel. Ocurrió que mientras su ejército estaba en el frente de batalla, David descansaba y se paseaba por la terraza de su palacio. En uno de esos paseos ve a una mujer muy hermosa que se estaba bañando y manda que la lleven a palacio. Cabe notar que ni siquiera intentar seducirla. Su poder era tal que simplemente manda que la lleven a su palacio. Trata a aquella mujer como un objeto del que se puede disponer. Ella era Betsabé, la esposa de Urías, uno de sus generales. Como era de esperar, luego de aquel abuso, ella quedó embarazada y le comunica la novedad a David. Ante el peligro de ver dañada su imagen por haber abusado de Betsabé y de traicionar a uno de sus generales, realiza una serie de movimientos y estrategias para hacer creer a todos que el niño en gestación era de Urías. Como sus perversos artilugios no dieron resultado manda matarlo. Todos sus artilugios desembocaron, no solo en la muerte de Urías, sino en la de otros muchos jefes y soldados de su tropa. Vale la pena leer este capítulo del segundo libro de Samuel porque las cosas que hace David para salvar su prestigio son tan deleznables como reveladoras de la oscuridad en que se encontraba.   

 

El otro pecado de David ocurre al final de sus días cuando manda hacer un censo (2Sam, 24) para conocer, exactamente, el número de sus súbditos, así como el poderío de su ejército. Como ello entrañaba confiar en los medios que tenía a la mano y no en Yahvé, tuvo que soportar un castigo de Dios. El resultado fue que, según los cánones de aquella cultura, sobrevino, como castigo, una peste que acabó con la vida de miles de personas. De nuevo, vemos a David apoyándose e identificándose con el poder alcanzado y no en Yahvé.

 

Lo que importa resaltar de esa historia es la identificación que hace David de su persona con el poder que tenía. También importa señalar hasta dónde se puede llegar cuando una persona se identifica con su poder, sea grande o pequeño. Cuando una persona cualquiera llega a identificarse con el poder que tiene, cuando no distingue el poder de su propia persona, deja de ver a los otros como personas para convertirlas en instrumentos al servicio de sí mismo

 

En el primer caso, el dinamismo aludido se desata cuando ve amenazada su reputación y ordena la muerte de Urías. De hecho, y por las circunstancias en que ocurren las cosas, acaban muriendo otros muchos de sus hombres. En el segundo caso, cuando realiza el censo aludido, se deja llevar por el deseo de contemplar su grandeza y poderío. Ello desemboca en una peste que acarrea la muerte de miles de sus súbditos. Importa mencionar que aquella desgracia fue leída como un castigo de Dios a David por poner su seguridad en el poder alcanzado y no en Yahvé. Cuando David se arrepiente de su decisión, el texto deja ver que ya era tarde y que tendrá que elegir una de tres desgracias que se le presentan (Cfr. 2Sam.24,10-15). Lo que aparece como dureza o frialdad de Dios es, en realidad, una forma de señalar que los hechos, de un tipo o de otro, tienen sus consecuencias; que la historia no se puede desandar y que todo lo que realizamos o dejamos de hacer tiene sus consecuencias.

 

Cabe señalar que el segundo pecado, que ocurre al final de su vida, denuncia, también, que David no había aprendido la lección de su primer pecado. La lección había sido ofrecida por el profeta Natán. El texto dice así: “Envió Yahvé a Natán donde David, y llegando le dijo: <Había dos hombres en una ciudad el uno era rico y el otro era pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. Él la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno igual que una hija. Vino un visitante donde el hombre rico, y, dándole pena tomar su ganado, sus vacas y sus ovejas, para dar de comer a aquel hombre, llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre y dio de comer a aquel hombre llegado a su casa. David se encendió en gran cólera contra aquel hombre y dijo a Natán: “¡Vive Yahvé! que merece la muerte el hombre que tal hizo. … Entonces Natán dio a David: “Tú eres ese hombre. …. David dijo a Natán <He pecado contra Yahvé>.” (2Sam,12, 1-13)

 

Lo que importa subrayar es que el tan elogiado creyente del Antiguo Testamento acaba ordenando la muerte de uno de sus generales. Obviamente, esa historia no está en la Biblia para darnos noticia de meros hechos históricos. Si está en la Biblia es porque tiene algo que decirnos, algo que puede iluminar dinamismos profundamente humanos, en este caso, negativos, que desdibujan nuestra vocación y la capacidad real para colaborar en la consecución de una humanidad nueva.  

 

David carecía de cualquier poder en su juventud y, si en algo se distinguió fue por su confianza en Yahvé y su disposición a ofrecer lo mejor de sí a su pueblo. En la medida en que su poder fue creciendo, fue cayendo, poco a poco, en la tentación de identificarse con él. Esa identificación le hace perder contacto consigo mismo, con su historia y lesiona, gravemente, su radical apertura a Dios. Ya no es aquel joven lleno de fe y entusiasmo por servir a su pueblo, sino un rey poderoso que es capaz de mandar matar a uno de sus generales por salvar su prestigio. Cuando David identifica el poder que tenía con su persona, tiende a desconocer sus propias debilidades, se distancia de sus anhelos más profundos y de su historia, que siempre se había visto enriquecida y estimulada por los otros. Cuando identifica su ser con su poder se cierra sobre sí mismo, se distancia de los demás y del propio Dios

 

Yahvé interviene para romper su coraza. Le manda un profeta que no le dice a la cara lo que estaba ocurriendo, sino que se apoya en un cuentito, en algo que habría pasado a otras personas para que baje la guardia. Era más fácil que percibiera en otro un dinamismo oscuro y pernicioso que si directamente si le invitara a verlo él mismo. Sólo cuando Natán nota que David se indigna ante la actitud de aquel terrateniente extremadamente rico, le dice: “tú eres ese hombre”.  De esa forma le hace ver la ceguera en que había caído. El cuentito que lo saca de sí para adentrarse en una historia que nada tiene que ver con él, le permite ver su propia deshumanización y la lejanía que había creado con respecto a los otros y a Dios.  

 

La historia de David puede ser un ejemplo paradigmático de lo que la Palabra de Dios puede despertar y mover en nosotros. En efecto, ella es como la luz que deja ver nuestros dinamismos más profundos y nos desafía a ser más humanos y más hermanos. Se trata de una Palabra que viene de fuera, que llama, que golpea a la puerta de nuestra interioridad para despertar el anhelo de la comunión (cfr. Ap. 3,20). Es la Palabra viva que, entre otras cosas, penetra en lo más profundo del corazón (cfr. Heb, 4,12) invitándonos y animándonos a destrabar los dinamismos que nos encierran y hunden en la oscura soledad. 

 

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