Facundo y Cabral, o el viaje a la memoria

07 de Agosto de 2020

[Por: Juan Manuel Hurtado López]




“Eso de explorar la tierra a mí no se me da -dijo Cabral, pensativo- Es como andar arañando con las uñas sobre una lona tiesa o la falda de un sombrero. Al final no encuentra uno nada”. 

 

Facundo por su parte trataba de buscar en su memoria. “Ahí lo puse -decía con el entrecejo fruncido- lo dejé bien guardadito… y ahora no lo encuentro”. 

 

“¿Qué” -preguntó Cabral?- 

 

“El recuerdo” -musitó Facundo…sin prestar atención ya a sus palabras-

 

Así siguieron su viaje Facundo y Cabral por el Llano en llamas, o “Llano Grande”, como lo nombra Juan Rulfo en su cuento ‘Nos han dado la tierra’. No era el viaje lo que importaba, sino el recuerdo, y ése estaba bien escondido. La plática podía girar sobre cualquier cosa mientras se esperara el recuerdo. Tenía que llegar. Lo que importaba era hacer el viaje a la memoria.

 

“Lo que pasa, dijo Cabral, es que los recuerdos son como las lluvias,  llegan cuando quieren, a veces se tardan varios días o semanas y se van como llegaron; y llegan en tropel y amontonadas  o aisladas y a cuentagotas. Así son los recuerdos”.

 

Sí, el Llano en llamas es una gran superficie de tierra, casi plana, con pequeñas ondulaciones apenas perceptibles a la vista. Son miles de hectáreas de tierra, desparramadas así nomás hasta chocar con los cerros. Es una tierra delgada, flaca, blancuzca. Ahora ahí se ven por doquier plantaciones de mezcal. Al fondo, pero ya arrimándose a los cerros, está Apulco, lugar de nacimiento de Juan Rulfo. Es un pequeño poblado, con sabor a olvido, donde antiguamente existió una hacienda propiedad de los abuelos de Rulfo, los Pérez Vizcaíno.

 

“En este mundo tan escaso nació El Llano en llamas y Pedro Páramo -dijo Cabral- Esta resequedad de la tierra y la miseria después de la Revolución inspiraron la pluma de Rulfo para dejarnos dos obras maestras”. No habían avanzado mucho en su viaje a la memoria, pero sí,  ya se encontraban entrando por las calles bien arregladas de Apulco. Ahí se encuentra lo que fue la antigua hacienda, lugar del nacimiento de Rulfo.

 

“A la memoria necesita uno llamarla -dijo Cabral- recargándose en el pequeño muro que rodea la basílica lateranense de Nuestra Señora del Refugio. Si uno no la llama, no viene”. Y pensando en otros escritores, recordó una anécdota que vivió el gran escritor Gabriel García Márquez cuando llegó aquí a México, expulsado de Colombia. Resulta que en ese tiempo el escritor colombiano atravesaba por una crisis  en su producción literaria. Nada le atraía, nada le inspiraba para crear una obra literaria ¡vaya, ni siquiera un cuento! 

 

Una noche llegó de repente Homero Aridjis, brillante escritor, poeta y ecologista mexicano y tocó la puerta del cuarto donde se hospedaba Gabriel García Márquez. Apenas éste abrió la puerta, se cuenta que Homero Aridjis le aventó sobre la cama un par de libros: ‘El Llano en llamas y Pedro Páramo’, al mismo tiempo que le espetó en su cara: “¡Lea eso, pendejo, pa’ que aprenda cómo se escribe!”.

 

García Márquez contaría después que esa misma noche empezó a leer los dos libros  y no les despegó su vista en toda la noche hasta que  terminó de leer la obra de Rulfo al filo de la mañana. Y dice que quedó deslumbrado. Fue después de esta lectura en la ciudad de México que García Márquez escribió su brillante obra ‘Cien años de soledad’.

 

Facundo y Cabral, después de visitar Apulco, tomaron la carretera que va hacia San Pedro Toxín….

 

”Yo pienso -dijo Facundo- que uno no debe negar el lugar donde nació, pues es la tierra de uno. Rulfo nació en Apulco y así lo dijo a la televisión española, y desde aquí le crecieron ramas y hojas a ese árbol para tapar toda la geografía de México y las pampas argentinas y brasileñas y los altos centros universitarios europeos”. “Entonces -continuó Facundo con su pensamiento siempre lento y pausado, igual que su voz- la tierra de uno son sus palabras y su voz, son las alas que un día agitará el viento. La tierra de uno somos nosotros”.

 

El Llano en llamas es una planicie, pero ya para llegar a San Pedro Toxín tiene una pendiente hasta llegar al río Armería. Detrás del río y apostado a los pies de la montaña se encuentra San Pedro Toxín. Aquí todo es verde, hay agua y se pueden cosechar otras siembras. Aquí era donde los campesinos querían las tierras, escribe Juan Rulfo en el cuento, y no esas tierras peladas y secas del llano en llamas. Pero bueno, eso es harina de otro costal.

 

Justo ahí en San Pedro Toxín recordamos que a este pueblo vino Juan Rulfo con otros tres compañeros, después de caminar once horas a pie. Facundo se volvió a preguntar: “¿Pero, qué pasaría con aquel recuerdo que no lo hallo?” Él buscaba en los pisos inferiores de la memoria y nada. Lo volvía a buscar en unas como cuevas más profundas que tiene la memoria, y ni por eso encontraba lo que quería.

 

Cabral le platicó que una vez leyó en un autor muy antiguo que la memoria es como un gran pozo o edificio con muchos compartimentos. Y que ahí están guardados todos los recuerdos, que nunca se olvidan; lo que pasa es que están guardados muy en lo profundo de la memoria y uno no los encuentra. Que todo lo que uno es o sabe, está en la memoria. Ahí está el recuerdo del olor del anís y de la yerbabuena, del olor a tierra mojada y del pastizal quemado. Ahí están los sabores de la guayaba y del mango, del elote y del requesón. Ahí están los sonidos del viento, del croar de las ranas, del mugir de las vacas y del relincho de los caballos. Ahí están todas las palabras, cantos, llantos y sentimientos. La memoria es como la carta de identidad. Y ese autor antiguo dijo que “la memoria es el presente del pasado”.

 

“Pues sí -asintió Facundo- así debe ser. Yo recuerdo a mis tíos cuando era niño muy pequeño. Recuerdo a mi tío José, a mi tío Jesús y a mi tío Nicolás. Todos ellos sacerdotes. Mi tío Nicolás, ante mi deseo de ser misionero en alguna parte de nuestra Iglesia,  fue el que me dijo: “Mira Facundo, si sientes como que te hormiguean los pies por ir, yo creo que eso es vocación”. 

 

Facundo y Cabral fueron recordando hechos del pasado, de sus maestros. Recordaron a un gran maestro, al canónigo maestrescuelas José Ruiz Medrano, profesor de literatura en el Seminario de Guadalajara, quien logró infundir en sus alumnos el gusto por la estética literaria. Pero sobre todo, recordaron algunas anécdotas que los hicieron reír. 

 

En cierta ocasión, recordó Cabral, el Sr. Ruíz Medrano les dejó a sus alumnos de tarea, hacer unos versos. Cabral tenía de compañero a un hermano suyo de nombre Leopoldo. Cuando presentaron su tarea, el Sr. Ruíz Medrano iba retomando algún trabajo y hacía observaciones.

 

“A ver -preguntó el Sr. Ruíz Medrano- ¿De quién es esta metáfora: ‘se oían los cantos de los pajarillos en La Laguna de piedra?”. Y la volvió a repetir, saboreándola entre sus labios y con su mandíbula ligeramente temblorosa: ‘Se oían los cantos de los pajarillos en La Laguna de Piedra’… ¡pero qué metáfora, qué profundidad! Se parece a aquella de Juan Ramón Jiménez: “Se bebió el balde estrellas’…que belleza!!“.

 

“A ver ¿de quién son estos versos?” –preguntó el maestro-

 

“De Hurtado” –respondieron los compañeros de Cabral.  

 

“¿De cuál Hurtado? - volvió a preguntar el Sr. Medrano-

 

“De Leopoldo” –contestaron ellos-

 

“A ver, tu Leopoldo ¿Podrías explicarnos cómo acuñaste esa bella metáfora? ¿Dónde te inspiraste para encontrar esa metáfora?”

 

Y Leopoldo se puso de pie y contestó sin dilación con un tono propio de los Altos de Jalisco: “¡no, Señoría,   es que  así se llama mi rancho!”.

 

Al estruendo de la carcajada que provocó en todo el grupo la respuesta de Leopoldo, le siguió de inmediato la reacción bastante decepcionada del Sr. Medrano: “¡siéntate muchacho!”

 

Cabral recordó también la parquedad en palabas que a veces tenía su papá. Recordó que una vez, rendido de cansancio por el trabajo desempeñado, dio la indicación a sus compañeros: “Después de comer voy a dormir  un rato, que nadie me llame. Ni siquiera si es una llamada por teléfono, sólo que sea mi papá, me llaman”. A los diez minutos sonó el teléfono y le dicen: “Te llama tu papá”. Así que Cabral se levantó a toda prisa para contestar.

 

“¿Eres tú?  -preguntó su papá- “Si, papá, soy yo” - dijo Cabral”.

 

“¿Has estado bien”?  “Sí, papá, he estado bien” -le contestó-.

 

“¿Y cómo ha estado el tiempo por allá, ha llovido”? “No, no ha llovido en estos días acá” –contestó Cabral-. 

 

“Bueno, que estés bien, hasta luego” -concluyó su papá- “Hasta luego” -finalizó Cabral-.

 

Y esa fue toda la conversación. Así que el descanso y la pequeña siesta debían esperar para otra ocasión.

 

Otros recuerdos hormigueaban en la cabeza de Facundo y Cabral, pero claro está que no para todos ha llegado su hora. Hay algunos recuerdos que tienen años esperando para ver si por fin los llaman, pero no, ahí seguirán otros años. Hay recuerdos que se precipitan como cascadas en nuestra cabeza y quieren aparecer en nuestra mente a la primera llamada, pero nuestro espíritu juzga que no es oportuna su presencia. Y hay otros recuerdos que son como la humedad, sin llamarlos nuestra memoria, aparecen sin aviso y ahí están. ¿Quién los llamó? ¿Por qué unos recuerdos aparecen y otros no? 

 

Regresamos, pues, de San Pedro Toxín a nuestra casa. Íbamos cargados de recuerdos. A medida que avanzábamos por el Llano en llamas, Facundo se volvó a preguntar: “¿Y mi recuerdo, por qué no aparece? ¿Será que las cavidades de la memoria son tan bastas como este gran suelo que es El Llano en llamas? ¿Y si mi recuerdo estuviera en alguno de sus pliegues?”

 

Facundo fue descendiendo  por los laberintos de la memoria, iba con paso seguro, buscando en cada rincón, en cada pliegue, en cada compartimento, el recuerdo que no encontraba.

 

“¿Ya lo hallaste? –le preguntó Cabral a medio camino.

 

Pero la mirada de Facundo se había perdido en la lejanía de la llanura aquella, sin escuchar siquiera las primeras gotas de una lluvia que ya se acercaba.

 

 

Imagen: https://www.mexicoescultura.com/actividad/226627/viaje-a-la-memoria.html

 

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