10 de Julio de 2020
[Por: Rosa Ramos]
“Permite, Padre, que mi patria se despierte
en ese cielo donde nada teme el alma,
y se lleva erguida la cabeza…”
Rabrindranath Tagore
El mundo está herido a muchos niveles. Duelen y sangran sus heridas, pero la cura es posible.
Uno de los niveles a los que voy a aludir en esta entrega es el psicológico y familiar. Leía hace pocos días un artículo publicado en Cristianisme i Justicia de los jesuitas de Cataluña, allí se planteaba muy bien, a mi juicio, las secuelas del confinamiento por la pandemia: depresión, ansiedad, insomnio, dificultades de concentración, así como de control de las conductas, aumento de consumos adictivos, etc. En suma un quiebre importante a nivel de salud psico-afectiva que una vez instalado en las personas, no se revierte fácilmente ni de inmediato.
Podríamos decir que esta pandemia dejará una secuela enorme de “endemoniados”, expresión con que la mentalidad de la época de Jesús denominaba una serie de trastornos que no podían diagnosticar como en el siglo XXI. Lo triste es que ahora podemos diagnosticar y dar nombres más adecuados a las patologías, pero frente a ellas muchas veces seguimos igual que el siglo I, estigmatizando, no sabiendo bien qué hacer o peor aún, repitiendo lo que produce y refuerza tales enfermedades.
Con veinte siglos de distancia, asombra la semejanza en el círculo vicioso generado entonces y ahora. El enfermo es marginado; la marginación enferma. El aislamiento resquebraja el frágil equilibrio humano y familiar; el resquebrajamiento lleva a la marginación o exclusión.
En muchos casos podemos hablar de alienación, no se pertenecen, están extrañados de sí mismos, están impotentes ante lo que les pasa. En aquel tiempo vagaban asustados y asustando, a veces se escondían en los cementerios (Mt. 8). Es interesante ese detalle: revela que para el resto de la sociedad no pertenecen al mundo de los vivos o de los sanos. Hoy hablamos de discriminación, de marginación, no queremos verlos, los hacemos invisibles.
¿Qué hacía Jesús? Se acercaba sin demostrar temor, hablaba con ellos, generaba vínculos, recién ahí ellos podían pedir auxilio, esos demonios mudos lograban hablar, gritar o suplicar.
Sin duda el aislamiento no es la forma de curar a tales endemoniados de ayer, ni tampoco a los de hoy. Las “no-personas” sólo pueden sentirse y desplegarse como personas con otros, entre otros, ante los ojos de los otros… ¡de nosotros! La salvación es el amor, la comunión.
La salvación es la comunión y en este tiempo especial, pudimos descubrirlo en carne propia, ya fuera en la vulnerabilidad y en la soledad, como en el fortalecimiento de los vínculos, en las horas y en los espacios que debimos aprender o reaprender a compartir a nivel familiar, en los viejos juegos de caja o de cartas, en los nuevos y hasta en los inventados para los niños.
La salvación está en el amor, en la comunión y en el compartir. Así en algunos casos se pudieron comprar nuevas computadoras y en otros se hicieron turnos para usarlas. Pero ese compartir también saltó muros, abrió ventanas, billeteras y cocinas para alimentar a otros.
El egoísmo, el aislamiento, la insensibilidad, pueden ser tan inmensos como para expulsar los endemoniados a los cementerios o dejarlos morir de frío en las calles.
Pero también hay pruebas de generosidad que debemos gritar desde las azoteas (Lc. 12, 3). En algunas parroquias y sindicatos las canastas solidarias son mucho más abundantes que en otros inviernos. Así cinco panes y dos peces (Jn. 6, 9) permiten alimentar a una multitud.
Hay gestos que impresionan. Una pareja joven con tres hijos obligados a convivir los cinco en una casa pequeña, con teletrabajo e inventando actividades para los chicos, recibe sorpresivamente un fin de semana la oferta de los vecinos de dejarles la llave para que accedan al gran patio de ellos, con jardín y juegos para niños. Así cada fin de semana en lo sucesivo la familia ha podido disfrutar de un espacio privilegiado, gracias a la generosidad de los vecinos con los que apenas se saludaban antes.
El gesto de generosidad de estos vecinos es asimismo de una sencillez que descoloca en un mundo que defiende a ultranza la propiedad privada. Ellos, atentos a los demás, como María en Caná, con total naturalidad prestan el patio para que los vecinitos corran y disfruten.
A nivel personal, a nivel familiar, a nivel social y por qué no también a nivel espiritual, hay tiempos de fragilidades y hasta de quiebres, pero también hay luces que nos animan a seguir, a ser creativos en el intentar la comunión y el compartir salvadores. Lo dice poéticamente Eduardo Darnauchans en una canción: años que albañilean y años de derrumbamiento…”
Cierto que angustian los años de derrumbamiento y sobre todo las víctimas que perecen bajo los escombros. Víctimas de la locura, de la soledad, del desprecio... víctimas de todos los que seguimos de largo sin verlos o, viéndolos damos un rodeo (Lc. 10, 31-32).
En esta semana un breve texto de Tagore y la voz de Amancio Prada, me han acompañado como una oración continua, casi una letanía. La comparto, para que muchos más la recen o sueñen y así nos orientemos para caminar juntos hacia esa patria:
«Permite, Padre, que mi patria se despierte en ese cielo donde nada teme el alma, y se lleva erguida la cabeza; donde el saber es libre; donde no está roto el mundo en pedazos por las paredes caseras; donde la palabra surte de las honduras de la verdad; donde el luchar infatigable tiende sus brazos a la perfección; y los justos no son perseguidos; donde la clara fuente de la razón no se ha perdido en el triste arenal desierto de la yerta costumbre; donde el entendimiento va contigo a acciones e ideales ascendentes… ¡Permite, Padre mío, que mi patria se despierte en ese cielo de libertad!»
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