Justicia contra impunidad por el asesinato de los jesuitas de el salvador

12 de Junio de 2020

[Por: Juan José Tamayo]




El 16 de noviembre de 1989 el batallón Atlacatl, el más sanguinario del Ejército de la Republica de El Salvador -muchos de cuyos miembros fueron instruidos en la Escuela de las Américas-, asesinó con premeditación, nocturnidad, alevosía e impunidad en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) a los jesuitas Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Juan Manuel Moreno, Joaquín López, Amando López e Ignacio Ellacuría, a Julia Elba Ramos, trabajadora doméstica, y a su hija Celina Ramos, de 15 años. Anteriormente la UCA había sido objeto de cateos, ataques con bombas que destruyeron parte de las instalaciones, del material informático y de la documentación universitaria. Ignacio Ellacuría, su rector, recibió numerosas amenazas de muerte que le obligaron a abandonar el país en varias ocasiones. Lo relata de manera estremecedora el escritor salvadoreño Jorge Galán en su novela Noviembre.  

 

Los asesinatos, que causaron una gran conmoción mundial, se inscribían en el clima de persecución de los poderes oligárquicos, el gobierno, el ejército, la guardia nacional y los escuadrones de la muerte, todos coaligados, contra el cristianismo liberador de El Salvador, formado por las comunidades de base, un sector del clero que luchaba del lado de las organizaciones populares y los teólogos y científicos sociales de la UCA que educaban al alumnado y a la ciudadanía en una conciencia crítica y al servicio de las mayorías populares bajo la guía de la teología de la liberación, que impregnaba todas las carreras universitarias. 

 

Todos ellos estaban comprometidos en el trabajo por la justicia en una sociedad estructuralmente injusta, en la lucha por los derechos humanos en un país donde se transgredían sistemáticamente, en la defensa de la vida de quienes la tenían más amenazada, y en el trabajo por la paz a través de la no violencia activa en un sistema político, económico y militar regido por la violencia institucional, la desigualdad y el autoritarismo gubernamental. 

 

La persecución se producía con el silencio cómplice del Vaticano bajo el pontificado de Jun Pablo II, y de su principal ideólogo el cardenal Ratzinger, quienes  acusaron a las comunidades de base de crear una iglesia de clase y a los teólogos de haber abrazado acríticamente el marxismo, creado división y conflicto en la Iglesia salvadoreña, e incluso de legitimar la violencia. 

 

En la represión contra la Iglesia de los pobres habían sido asesinados antes, entre otras personas comprometidas con el pueblo, en 1977 el jesuita Rutilio Grande, por la Guardia Nacional junto con el campesino Manuel Solórzano y el joven Nelson Rutilio Lemus, por haber contribuido a despertar la conciencia del campesinado en la defensa de sus derechos frente a la oligarquía; monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, por orden del Mayor Roberto D’ Abuisson -fundador de los escuadrones de la muerte y del partidos de extrema derecha ARENA-, por sus sistemáticas denuncias de la violación de los derechos humanos y de las masacres contra poblaciones enteras; cuatro religiosas estadounidenses por su opción en favor de los sectores más vulnerables de la sociedad; líderes de comunidades de base y activistas de los derechos humanos. La mayoría de los crímenes quedaron impunes.   

 

Las personas asesinadas pusieron en práctica la máxima de Epicuro: “vana es la palabra de aquel filósofo que no remedia ninguna dolencia del ser humano”. Hicieron realidad el verso del poeta cubano José Martí: “con los pobres de la tierra mi suerte yo quiero echar”, y e hicieron realidad el principio-compasión con las víctimas formulado por Jesús de Nazaret: “misericordia quiero, no sacrificios”. Como dijera Ignacio Ellacuría, “no lucharemos por la justicia sin pagar un precio”. Y lo pagaron con su vida. 

 

Durante más de treinta años los crímenes de aquella fatídica madrugada de noviembre de 1989, decididos y programados por el Estado Mayor del Ejército salvadoreño y ejecutados por integrantes del Batallón Atlacatl, han quedado impunes. Hace más de diez años la Asociación Pro Derechos Humanos de España, la familia de Ignacio Martín-Baró, uno de los jesuitas asesinados y otras organizaciones, interpusieron la querella contra los responsables de tamaños crímenes para que se hiciera justicia a las víctimas y al pueblo salvadoreño. Desde el principio apoyé la querella y coalboré con el equipo de abogados que la llevó adelante.

 

Tras una investigación judicial compleja, ayer, 8 de junio de 2020, por fin, se inició el juicio en la Audiencia Nacional contra Inocente Orlando Montano, coronel y viceministro de Seguridad Pública entonces, acusado de asesinato y terrorismo cometidos en el contexto de crímenes internacionales. El proceso está siendo dirigido por los abogados Almudena Bernabeu y Manuel Ollé en nombre de la APDHE y las víctimas. 

 

Es este un día histórico ya que se abre el camino para terminar con tan larga impunidad, buscar la verdad, hacer justicia a las víctimas y rehabilitarlas en su dignidad negada por tantos años de tamaño olvido judicial.   

 

 

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio “Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor, con José Manuel Romero, de Ignacio Ellacuría, Teología, filosofía y critica de la ideología (Anthropos, 2019). 

 

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