Pentecostés o el arte de la mirada que descubre

28 de Mayo de 2020

[Por: Rosa Ramos]




“…la certeza 

de encontrar en tu mirada 

la belleza, la belleza, la belleza.”

Luis Eduardo Aute

 

El 4 de abril falleció en Madrid Luis Eduardo Aute, era uno de mis cantautores preferidos, ahora recurro a sus versos y comparto -a modo de prólogo del tema de hoy- que le hice un homenaje íntimo e intuitivo, al estilo de María de Betania: lo ungí para su muerte escuchando dos días seguidos sus canciones sin saber que estaba entregando su vida en un país lejano.

 

Transcurría la tercera semana de confinamiento, yo me debatía entre angustiada e indignada. En esos días logré serenarme escuchando una y otra vez “La belleza” y luego dejando sonar las canciones de Aute una tras otra. Dejaba su dulce voz sonando todo el tiempo, aún estando lejos; al acercarme sonreía cómplice, volvía a poner “La belleza”, la escuchaba y me alejaba. Al tercer día muy temprano me llegó la noticia: Aute había muerto. Una amiga me avisó, guardo sus mensajes: “Buen día amiga, querida” “Recién me entero que murió Aute y me vino su voz en tu mensaje –audio- de ayer…” “¡Cuándo no, brujita tú, en comunión con la partida?!”

 

No sentí tristeza, sentí paz, ternura, gratitud. Por su vida, sus canciones, también por ese rescatarme de mi negatividad. Sentí la alegría de ser “brujita” y de haberlo acompañado largamente en su tránsito, casi parido. Entonces recordé el perfume de Betania, el derroche… 

Hasta aquí el recuerdo de Luis Eduardo Aute y mi comunión con -o en- su muerte.  

 

Pentecostés, el derroche del Espíritu, es también preanunciado en ese derroche de amor de la amiga de Jesús, que no guardó el perfume de nardos, que se expuso con autenticidad ante todos: familia, amigos e incluso ante quien estaba tan dolido, decepcionado, quizá hasta resentido, como Judas. El amor se da. Jesús se dio entero, desde siempre, ya desde aquella vida cotidiana y de mucho trabajo en la ignota aldea de Nazaret. Ella lo había aprendido bien.

 

El Jesús histórico ya no está ni estará entre nosotros aquí, vivió allá en Galilea; se movió por la despreciada Samaria, descubriendo la fe de una mujer junto a un pozo y un modelo de hacerse prójimo; murió en Jerusalén… pero no nos deja huérfanos, nos deja su Espíritu (Jn. 14, 18) capaz de recrear su legado a todas las generaciones, en todo tiempo y espacio. 

 

Pentecostés es otra cara de la Pascua, una fiesta litúrgica para recordarnos y ayudarnos a asumir esa locura del amor divino. El que su ser consiste en amar, y por tanto en darse, sigue derramándose en nuestros corazones (Rm 5, 5), y habitándonos. Esparciendo su perfume, su voz, su luz, transformándonos con su Presencia desde nuestra morada más íntima (Jn. 14, 23). Pero no llega mágicamente, sino “cuerpo a cuerpo” –diría- a través de otros, de testigos.

 

¿Qué necesitamos y querríamos nos regalara el Espíritu en este Pentecostés 2020?

 

Sin duda la osadía, la parresía con la que los discípulos predicaron la Buena Noticia y a lo largo de la historia tantos mártires dieron la vida buscando “primero el reino de Dios y su justicia”.

 

Sin duda sus dones y sus frutos. Aquellos dones que ya Isaías había anunciado en el Primer Testamento y esos frutos que tanto andamos precisando: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí. (Gal 5, 22-23; 1 Tes. 5, 16)

 

Más allá de eso quiero hoy destacar que el Espíritu de Dios nos regala su mirada y que el don exige tarea: por tanto saber mirar como Dios también ha de ser un arte.

 

El Espíritu Santo regala esa mirada del Amor, que puede ser descubierta por quien ama, más allá de una fe religiosa o no; basta la fe antropológica, por eso un poeta uruguayo ateo, Mario Benedetti puede decir: “te quiero por tu mirada, que mira y siembra futuro”. O el español Luis Eduardo Aute, con quien abrimos esta entrega, que tras tanta decepción le queda “la certeza de encontrar en tu mirada -la de la amada- la belleza”.

 

Los poetas lo dicen, pero por si acaso, quiero subrayar que el Espíritu de Jesús no llega en forma de paloma volando por los aires (ése fue un símbolo que significaba en una determinada cosmovisión), sino que lo recibimos enhebrado en la historia que entre-tejemos con otros. El Espíritu Santo de Dios se nos regala en las tantísimas miradas entrañablemente humanas de personas que -tanto ayer como hoy- despiertan amores, confianza, serenidad, entusiasmo (en theos), entrega... En personas que mirándonos-amándonos nos enseñan a mirar-amar

 

Dios viene cultivando nuestra mirada desde tiempos antiguos, así lo hizo con Moisés hasta invitarlo a subir a la montaña y dejarse atraer por aquella zarza que ardía sin consumirse (Éx. 3, 2), desde la cual le recordó el sufrimiento de su pueblo esclavo en Egipto. Y después no dejó de atraerlo a la montaña, o a su tienda, de la que bajaba con el rostro radiante (Éx. 34,29) 

 

Claro que -“llegada la hora”- esa mirada de Dios, resplandece en Jesús el artesano de Nazaret que amaba con corazón de hombre y amó hasta el extremo. Su mirada sí que sembraba futuro: su  mirada ayudaba a erguirse a tullidos; a curar lepras de piel y de duras historias; a ver a ciegos; andar a cojos; hasta que lo siguieran como discípulas algunas mujeres. Así era la mirada de aquel caminante-camino, profunda y reveladora -o desveladora- de posibilidades nuevas. 

 

Niños, pobres, enfermos, publicanos y prostitutas descubrían en aquella mirada de Jesús su propia belleza olvidada o desconocida -pero anhelada desde antiguo-. Belleza descubierta que a la vez le regalaba certezas a él. Se trata de un descubrimiento mutuo. La mirada mira y siembra futuro en ambas direcciones, también Jesús va viendo en el espejo de las miradas de los otros –amados y rescatados- su identidad y misión de revelador del Padre Madre Dios

 

Que este Pentecostés sea oportunidad para recordar la mirada de Jesús y recrear nuestra más genuina identidad para desde ella apostar la vida por aquello que vale. 

¿Y qué es lo que vale? Vale la pena y la alegría -pues nos traerá ambas- recoger sus sueños, seguir su camino, vivir el amor y la fraternidad contraculturalmente, derrochando nuestro más caro perfume de nardos. 

 

Y para amar hay que mirar. Se trata de una espiritualidad de ojos abiertos, al decir de González Buelta. Mirar siempre la realidad y al fondo de de los ojos del otro, hasta que la memoria afectiva -o divina- nos haga presente su humanidad-alteridad a respetar… acaso la veamos desfigurada, muy herida. Pero a fuerza de mirar veremos sus antiguos dolores por sanar; un último deseo de dignidad; un rescoldo de secreta esperanza aún ardiendo, que espera ser avivado para soñar futuro y ponerse en pie, porque aún queda mucho por andar. 

 

Esa mirada asombrada y penetrante, amorosa y portadora de vida, la hemos de cultivar, pero recordando que la recibimos de otros, más aún, en fe atisbamos su origen divino. Lo expresa con convicción mi amigo jesuita, Armando Raffo, en un libro aún no editado: 

 

Toda persona mínimamente lúcida, sabe que no es dueño ni artífice del amor que puede ofrecer. El amor es como el aire que se respira; es el pulmón de la vida digna, aunque no se sepa de dónde viene ni a dónde va. El amor es la vida de la humanidad, es el motor oculto de todo lo hermoso y digno que se puede contemplar. El amor no pasará jamás.”

 

 

Celebrar hoy Pentecostés nos compromete a seguir intentando reflejar en nuestra mirada sembradora de futuro su Espíritu recibido en tantos amores, seguir intentando ser “memorial suyo”… aprendices de un Amor siempre mayor.

 

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