Ella vive y canta - Pascua desde la Cruz

09 de Abril de 2020

[Por: Rosa Ramos]




“¿Quién dijo que todo está perdido?

Yo vengo a ofrecer mi corazón”

Fito Paez

 

Hace unos días –es difícil saber cuántos en este tiempo sin tiempo– escribía que era necesario confrontarnos con la dureza de este tiempo, no edulcorarlo con mensajes que expresan meras quimeras o salidas fáciles de corte mágico y alienante. Copio –me copio–: “Es desde la difícil realidad en la que estamos inmersos que podemos buscar salidas o aceptar que no las hay por ahora y permanecer atentos –bíblicamente “vigilantes”– a la brisa, que es en la brisa discreta y no en lo altisonante y llamativo, que se deja percibir Dios.”

 

En este jueves santo que escribo, vislumbro la Pascua porque puedo dar fe de esa brisa presencia de Dios que pasa cada día aunque pocos la perciben. Porque la brisa que descoloca a Elías y que también nos recuerda el aleteo primigenio sobre las aguas primordiales, o el aliento mismo de Dios sobre el barro para darle vida humana, libertad, dignidad, capacidad de más amar, aún en las situaciones más difíciles, suele pasar lejos de las cámaras. Y pasó también esta vez lejos de las cámaras y de los periodistas, pero una madre fue testigo.

 

Una madre fue testigo, sí, y eso nos trae otras reminiscencias bíblicas, como la de María Magdalena buscando a su Rabí muerto  y descubriéndolo vivo, ella, “Apóstol de los apóstoles”  (título que le diera oficialmente el Papa Francisco al establecer un día como su santo). 

 

En esta Semana Santa tan particular para los cristianos el dolor del mundo sigue secreta y silenciosamente su curso, aunque los medios masivos y las redes sociales –hoy desatadas o desvestidas obscenamente– sólo muestran algunos rostros del dolor y algunos rostros de los “héroes” a aplaudir. El dolor del mundo sigue tan omnipresente como invisible o invisibilizado.

 

Cruz y resurrección en una hermenéutica auténticamente cristiana son inseparables –aunque nos cueste integrarlo– porque es más llevadera la dicotomía, es decir ver la resurrección como algo externo y ajeno a los crucificados de ayer y de hoy.

 

Allí donde hay cruz y resistencia, donde el amor es más fuerte, donde la gratuidad es mayor que el cálculo, donde la belleza de la generosidad nos descoloca… es pues precisamente allí donde nos sorprende la brisa pascual con su perfume exquisito de nardos.  

 

En este 2020 renuevo mi fe en la Pascua, porque hubo alguien capaz de romper el frasco y derramar el perfume sobre el cuerpo dolorido y enfermo de alguien.  Voy ya al relato:

 

Una jovencita internada en CTI, un cuadro muy grave que no es de covid 19, sino de múltiples patologías que se van encadenando y acumulando: espina bífida, imposibilidad de caminar, quizá también algún problema de hipófisis que no permitió crecer, insuficiencia renal aguda que exige diálisis, el corazón que se ha agrandado y pone en gran riesgo la vida. A ese cuadro se suma hoy una infección difícil de detener. Los informes son duros: “está muy grave”, “ella sigue luchando” “hay que esperar”. Sí, ella está lúcida, quiere vivir, no se entrega. Tampoco se entregan sus padres, gente ya mayor que ha pasado por muchas cruces propias y ajenas, que nunca se detuvo, sino para “desenclavar” al ruego de Antonio Machado o de Jon Sobrino. 

 

Allí están ellos: la joven y los padres, días y noches interminables (y aquí quejándonos de este tiempo sin tiempo de la cuarentena) entre el CTI y la salita de espera. Hay misericordia, sí, la hay, ella clama por sus padres y el personal médico les permite entrar y estar a su lado, uno u otro, aunque eso no entre en el protocolo habitual del hospital y menos de ese en que está.

 

Y ocurre el milagro, ese desborde de amor gratuito: entran dos enfermeros a bañar a la joven, la enfermera casi le grita a la madre que salga, el enfermero la mira y suavemente le dice “señora, déjenos trabajar pero puede quedarse allí”. La madre se coloca a distancia, “contra la pared”. Entonces pasa la brisa que percibió un día Elías y aleteaba como espíritu sobre las aguas –aunque entonces no había testigos–, y se expande por la sala el perfume de nardos. 

 

En realidad, esta vez no fue un perfume, fue música el signo de la Presencia, y fue revelado por la delicadeza y la empatía del enfermero.  Le pregunta a la paciente: “¿con qué música querés que te bañemos?, elegí una” y saca su celular del bolsillo y se lo muestra (los celulares están prohibidos en CTI). La chica se ilumina y dice con seguridad: “León Gieco”. Sorpresa para la enfermera que dice no saber quién es “ese”. Más sorpresa para la madre ante esa escena de la complicidad de ese enfermero desconocido y la felicidad de su hija enferma. Mira casi sin creer (como María al supuesto jardinero en la mañana de la Pascua) y sigue atenta, asombrada, con lágrimas en los ojos y una extraña tibieza en el pecho.

 

La escena sigue: el enfermero pregunta “¿qué canción de León Gieco?” Sin dudarlo la joven le responde “La memoria” y allí empieza el concierto pascual junto con el agua que corre junto al jabón y las hábiles y danzantes manos del enfermero.  Cantan “casi a gritos” –cuenta la madre– los tres: León Gieco, su hija y su ángel vestido de blanco. Esa música es muy significativa para la familia, pues desde su silla de ruedas ella la bailaba irradiando alegría y luz.

 

He aquí una narración pascual donde la luz de la Pascua no viene desde otro mundo, sino desde este mismo mundo donde coexisten la muerte y la vida, el sufrimiento y el amor sobreabundante. Aunque sí creo que el don de la Pascua, de la alegría hasta las lágrimas, así como el despuntar un brote de la pequeña semilla de fe plantada tanto tiempo antes,  vienen de Dios, más allá de que algunos puedan creer y otros no (lo mismo pasó en el siglo I).                                                     

 

Raquelita está viva y canta. Siempre vivirá, cantará y bailará, pues vino sencillamente a ofrecernos su corazón y enseñarnos a amar. ¿No es acaso el gran legado de Jesús, que el Padre confirmó resucitándolo?

 

Hoy es jueves santo del 2020, pero también domingo de Pascua, como todos los días si tenemos la sensibilidad para percibir y leer signos. 

 

Nuestro saludo de Pascua este año es quizá menos triunfante, más humilde, pero viene de más hondo, plantado en el silencio de la pandemia, creciendo desde esta realidad compleja y difícil que atravesamos a nivel mundial. 

 

Con todos los que sufren y con todos los que aman y siguen amando más allá del sufrimiento, afirmamos nuestra fe y nuestra esperanza en el Dios de la Vida. 

 

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