Ernesto Cardenal, humillado por Juan Pablo II. El comienzo de la “edad de hierro” contra la teología de la liberación

19 de Marzo de 2020

[Por: Juan José Tamayo]




El 4 de marzo de 1983 llegaba el papa Juan Pablo II al aeropuerto de Managua Lo recibió el Gobierno en pleno presidido por Daniel Ortega. Estaba también el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, que era el Ministro de Cultura. En una de sus visitas a Madrid me contó que algunas personas le disuadieron de estar presente en la recepción porque el Papa iba a tener un gesto cuando menos inelegante y ciertamente de reproche hacia él. Cardenal no hizo caso de las sugerencias y se ratificó en su presencia en el aeropuerto con todos los ministros para recibir al papa.  

 

Juan Pablo II fue saludando protocolariamente a todos y cada uno de los miembros del Gobierno. Al llegar a Ernesto Cardenal, esté recibió al papa con una sonrisa y la rodilla derecha en el suelo. Quiso besarle la mano y el papa se la retiró bruscamente. Le pidió la bendición y, lejos de dársela, le negó el saludo, levantó el dedo índice de la mano derecha señalando a Cardenal en tono airado y amenazador y le dijo: “Antes tienes que reconciliarte con la Iglesia”.

 

Este relato se inspira en la crónica de Juan Arias, enviado especial del diario EL PAÍS para cubrir la información de aquel viaje, quien fue testigo de la escena, transmitida por televisión al mundo entero y grabada en nuestra retina de por vida. Con motivo del fallecimiento de Ernesto Cardenal el 1 de marzo pasado la escena nada ejemplar ha vuelto a transmitirse a través de todos los medios de comunicación como una de las imágenes más inmisericordes y humillantes del Papa a un sacerdote y teólogo de la Iglesia católica. Está presente en el imaginario colectivo mundial y me la recuerdan estos días en mis conferencias sobre Cardenal. 

 

Perdonar, pedir perdón y amar a los enemigos son actitudes recomendadas por Jesús de Nazaret a sus seguidores y seguidoras. El Papa Juan Pablo II nunca mostró actitud alguna de arrepentimiento por tamaña humillación, ni pidió perdón públicamente, tampoco lo hizo al propio Ernesto Cardenal, como creo hubiera sido obligado por tamaño acto de soberbia y de reprobable actuación de quien se auto-consideraba máximo representante de Cristo en la tierra. La humillación, empero, a la que fue sometido Ernesto por Juan Pablo II tuvo el efecto contrario: creó una corriente cálida de sintonía y solidaridad con el poeta-teólogo de la liberación de personas y colectivos de diferentes ideologías, creyentes y no creyentes, que dura hasta hoy y seguro que continuará después de su muerte. 

 

Negar el saludo a un miembro del Gobierno de Nicaragua era en sí un acto de displicencia y una transgresión de las más mínimas normas del protocolo diplomático, que solo en este caso, a lo largo de las decenas de viajes, se saltó irrespetuosamente Juan Pablo II. Aprovechar un acto oficial para reprender en público a un sacerdote que compaginaba su fe cristiana liberadora con el compromiso político en favor de las personas y colectivos empobrecidos de Nicaragua y descalificar a un cristiano místico que había luchado contra la dictadura de Somoza, fue un acto realmente mezquino. 

 

La escena de reprobación pública de Cardenal tuvo un fuerte carácter político y teológico negativo que desacreditaba al papa y, a través de él, a la iglesia católica. Cardenal era uno de los principales referentes de la teología de la liberación en la modalidad de la teopoética de la liberación junto con Pedro Casaldáliga y Rubem Alves, que he analizado en mi libro Teologías del Sur. El giro descolonizador (Trotta, Madrid, 2020, 2ª ed. 195-205), y del cristianismo liberador en América Latina. 

 

Por eso, condenarle a él era condenar a las teólogas y teólogos, a las cristianas y cristianos latinoamericanos comprometidos con la liberación de los pueblos oprimidos, incluso arriesgando su vida en la lucha contra las dictaduras y los poderes hegemónicos del continente. No conviene olvidar, además, que la reprobación a Ernesto Cardenal tenía lugar mientras Reagan minaba los puertos de Nicaragua, armaba al movimiento guerrillero de la “Contra” para deslegitimar al Frente Sandinista en el poder y apoyaba económica y militarmente al Ejército de El Salvador, que estaba masacrando al pueblo. 

 

Estaba claro: el papa se aliaba con el Imperio y contra la Revolución sandinista, se posicionaba del lado del todopoderoso arzobispo de Medellín (Colombia) y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), el cardenal Alfonso López Trujillo, declarado enemigo y abierto perseguidor de la teología de la liberación y de las comunidades de base en toda América Latina, y apoyaba al arzobispo de Managua, Miguel Obando y Bravo, entonces declarado opositor del Frente Sandinista y más tarde colaborador y consejero espiritual de Daniel Ortega, que le reconoció como “Prócer Nacional por la Paz y la Reconciliación”.  ¿Quién había cambiado? Ciertamente Daniel Ortega.

 

Con este gesto condenatorio se iniciaba la que yo llamo la “Edad de Hierro” del Vaticano contra la Teología de la Liberación, que continuaría durante el largo pontificado de Juan Pablo II y de los ocho años de su sucesor, Benedicto XVI, quien fuera el verdadero ideólogo inspirador de la condena de dicha teología desde su cargo de presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF).

 

Al año siguiente del maltrato a Cardenal, la CDF publicaba la Instrucción sobre algunos aspecto de la Teología de la Liberación (TL), en la que acusaba a la TL de reducir la fe cristiana a un humanismo terreno, utilizar acríticamente el análisis marxista de la realidad, que, a juicio de Ratzinger, no podía disociarse de la filosofía atea marxista, ofrecer una interpretación racionalista de la Biblia, identificar la categoría de “pobre” con la marxista de “proletariado” acríticamente y entender la Iglesia popular como una Iglesia de clase en su acepción marxista. 

 

Tal deformada y caricaturesca era la imagen que la Instrucción ofrecía de la TL que ninguna y ninguno de las teólogas y los teólogos identificados con dicha teología se dieron por aludidos y consideraron que la crítica de la CDF en nada les afectaba. La Instrucción era, en realidad, una construcción ideológica del cardenal Ratzinger para más fácilmente atacar, descalificar y condenar la TL. El juicio contra ella no estaba dictado por criterios teológicos mínimamente objetivos y rigurosos, sino por la teología de Ratzinger, preocupada por la ortodoxia y ajena a la ortopraxis. 

 

En 1984 tuvo lugar también el proceso contra mi entrañable amigo, colega y “compañero en la tribulación” el teólogo brasileño Leonardo Boff por su libro Iglesia: carisma y poder (Sal Terrae, Santander, 1982), excelente ensayo de eclesiología crítica. Ratzinger calificaba la obra de “una cierta utopía revolucionaria ajena a la Iglesia”, dirigir “un ataque despiadado y radical contra el modelo institucional de la Iglesia católica y presentar el depósito de la fe  como “un proceso único y dialéctico de la historia o en dirección al primado de la praxis”. Consideraba el tono de la obra “polémico, difamatorio, incluso panfletario, absolutamente impropio de un teólogo”

 

En el proceso Boff contó con el apoyo y la compañía in situ de dos cardenales brasileños franciscanos, como él, Paulo Evaristo Arns y Aloisio Lorscheider, quienes estuvieron presentes. Pero dicha compañía sirvió de poco, por no decir de nada, ya que no le libró de la sanción impuesta por el cardenal Ratzinger: un tiempo de un tiempo de silencio. 

 

¿Qué había sucedido en realidad para que se produjera una medida disciplinar tan dura, como la de imponer un tiempo de silencio, a un teólogo cuya principal tarea era la de enseñar y escribir, y que era como cortarle las alas a un animal volador? Que Ratzinger había cambiado de identidad y de función: en poco más de dos lustros pasó de mecenas de su discípulo Boff, a quien le pagó la publicación de su tesis doctoral, a detective, de maestro a policía. ¡Triste involución! Lo preocupante es que esa función detectivesca y policial siguió ejerciéndola durante las tres décadas siguientes, hasta su jubilación como papa, e incluso después. Fue larga invernada de la iglesia, de la que habló Karl Rahner, que duró un tercio de siglo.   

 

En el próximo artículo, titulado “Último viaje de Ernesto Cardenal Solentiname”, hablaré de la comunidad que él creara en el lago de  Solentiname, donde han sido llevadas sus cenizas. Descanse en paz.  

 

 

Juan José Tamayo es Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Teologías del Sur. El giro descolonizador (Trotta, Madrid, 2020, 2ª ed.)  

 

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