01 de Noviembre de 2019
[Por: Juan José Tamayo]
El cristianismo institucional se ha caracterizado, con frecuencia, por el anacronismo, que consiste en dar respuestas del pasado a preguntas del presente. De ahí su irrevelancia en muchos períodos de su historia tanto en los terrenos cultural y político como en el teológico y el social. Cuando nos sabíamos todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas, y nos quedamos sin discurso iluminador para el presente. La tendencia ha sido a ubicarnos cómodamente en el pasado recitando con añoranza las Coplas del poeta palentino Jorge Manrique a la muerte de su padre: “cómo a nuestro parescer cualquiera tiempo pasado fue mejor”, a instalarnos perezosamente en la tradición entendida como depósito de verdades absolutas e inmutables y a remedar formas de vida anteriores sin capacidad creativa alguna ni mirada anticipadora al futuro.
Hay con todo algunas excepciones en esta desubicación histórica en el catolicismo de los últimos sesenta años. Una fue el Concilio Vaticano II (1962-1965) que, gracias al espíritu profético y utópico de Juan XXIII, puso en marcha un programa de reforma de la Iglesia católica, entró en diálogo con la modernidad, pasó del anatema al diálogo en su relación con las religiones cristianas y las no cristianas, salió de su gueto autorreferencial y se ubicó en la sociedad actual. Bueno, hay que matizar: solo en la sociedad occidental habida cuenta del protagonismo que en el Vaticano II tuvieron los obispos y los teólogos centroeuropeos.
La segunda excepción al anacronismo católico fue la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en 1968 en Medellín (Colombia), que logró un cambio de paradigma espectacular: de la iglesia de conquista y colonial al cristianismo liberador en un continente sometido a cinco siglos de expolio económico, humillación cultural y destrucción religiosa. Dicho cambio fue posible gracias a la intervención de tres actores principales: las comunidades eclesiales de base, la teología de la liberación y los movimientos de liberación, donde estuvieron presentes los cristianos y las cristianas.
Durante los últimos años estamos asistiendo a un nuevo giro en el catolicismo: del paradigma antropocéntrico de la modernidad europea, que convirtió al ser humano en dueño y señor de la naturaleza con derecho a usar y abusar de ella en su exclusivo beneficio, al paradigma ecológico, que considera al ser humano parte de la naturaleza y establece con ella una relación de sujeto a sujeto con igual dignidad y derechos. El giro ecológico tuvo lugar en el cristianismo, primero en el campo de la teología gracias al impulso de, entre otros y otras, Raimon Panikkar con la “intuición cosmoteándrica”, Leonardo Boff con la teología ecológica, Rosemary Ruether Radford e Ivone Gebara con la teología ecofeminista.
El paradigma ecológico ha sido asumido por el papa Francisco, que lo ha convertido en una de las prioridades de su pontificado. Lo subraya en sus escritos y discursos y lo ejemplifica con su forma de vivir austera y en plena sintonía con la naturaleza. Dos son los momentos fundamentales de su contribución al giro ecológico: la encíclica Laudato Si’. Sobre el cuidado de la Casa Común”, de 2015, y el Sínodo celebrado en Roma del 6 al 27 de octubre sobre la Amazonía, nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral”, considerado un nuevo Pentecostés para la Iglesia amazónica, las Iglesias locales y la Iglesia universal.
Estamos ante un hito histórico. Francisco es el primer papa que coloca en el centro de sus preocupaciones la ecología El cristianismo renuncia al eclesiocentrismo marcado por el viejo principio excluyente “fuera de la iglesia no hay salvación”, y al antropocentrismo, y opta por el cosmocentrismo. En la Laudato Si’ Francisco critica la presentación inadecuada de la antropología cristiana basada en Génesis, 1, 28 (“Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla…”), que vino a legitimar una concepción equivocada sobre la relación del ser humano con el mundo, llegando a transmitir “un sueño prometeico de dominio sobre el mundo que provocó la impresión de que el cuidado de la naturaleza es cosa de débiles” (n. 116).
Fue un sueño prometeico que hizo suyo la modernidad con su concepción utilitaria y explotadora del saber: conocer es dominar sobre la naturaleza, y con su modelo de desarrollo científico-técnico y de crecimiento económico. Se rompía, así, con toda una tradición filosófica que consideraba el conocimiento y la ciencia como amor a la sabiduría y afirmación de los valores.
Francisco recupera la tradición del cuidado del Génesis, que llama a “labrar y cuidar” el jardín (Gn 2,15): “‘cuidar’ significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza” (n. 67).
La crítica de la Laudato Si’ se extiende al antropocentrismo moderno porque “paradójicamente ha terminado colocando la razón técnica sobre la realidad” (115). En la modernidad se ha producido una gran desmesura que daña toda referencia común y todo intento por fortalecer los lazos sociales (116).
El Sínodo Panamazónico constata la existencia de “una crisis socio-ambiental sin precedentes” y de “las heridas causadas por el ser humano” a la tierra, y se guía por el principio de defender la tierra es defender toda la vida: la vida humana, la vida de la naturaleza, la vida de los pueblos, la vida del planeta. Reconoce los valores de reciprocidad, solidaridad y sentido de la comunidad de los pueblos indígenas y sus enseñanzas de vida, su visión integrada de la realidad en la que todo está conectado y la gestión sostenible que hacen de la naturaleza.
Hace un llamado a una cuádruple conversión: integral, pastoral, cultural y a “desaprender, aprender y reaprender para superar así cualquier tendencia hacia modelos colonizadores que han causado daño en el pasado”. Entre las propuestas destacan las siguientes: reconocer el rol central del bioma amazónico; buscar modelos de desarrollo justo y solidario; vincular el cuidado de la naturaleza con la justicia para las personas más desfavorecidas de la tierra.
La Iglesia se compromete a caminar con los pueblos amazónicos sin imponer una forma particular de vivir y de actuar, sino reconociendo su sabiduría sobre la biodiversidad frente a toda forma de piratería. Asume como opción fundamental la defensa de la ecología integral para salvar a la Amazonía del extractivismo depredador, del derramamiento de sangre inocente y de la criminalización de los defensores de la Amazonía. Se presenta como aliada de los pueblos originarios para denunciar los atentados contra su vida y los proyectos de desarrollo etnocidas y ecocidas.
Los sinodales han puesto empeño especial en superar el clericalismo y las imposiciones autoritarias a través del fortalecimiento de la cultura del diálogo, la sinodalidad, de la participación de los laicos en la consulta y la toma de decisiones, de la escucha de la voz de las mujeres, la asunción de su liderazgo, la promoción y atribución de “ministerios a hombres y mujeres de forma equitativa”, el diaconado permanente, la ordenación de hombres reconocidos de la comunidad con familia legítimamente constituida, etc.
En este apartado se hacen algunas propuestas prometedoras, es verdad, pero donde aprecio también mayores carencias y limitaciones, sobre todo en relación con las mujeres, por mor del patriarcado, instalado en el propio sínodo, como se ha demostrado con la presencia mayoritaria de hombres –obispos y superiores generales de congregaciones religiosas- y la prohibición del voto de las mujeres participantes en el mismo. De dichas carencias me ocuparé en el próximo artículo.
Juan José Tamayo es Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es: Hermano islam (Trotta, Madrid, octubre 2019).
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