04 de Julio de 2019
[Por: Leonardo Boff | Texto en español y portugués]
La dimensión de lo femenino no es exclusiva de las mujeres, pues tanto los hombres como las mujeres son portadores, cada cual en su propio estilo, de lo masculino y de lo femenino. Tomás de Aquino en la Suma Teológica, ya en su primera cuestión, al abordar el objeto de la teología, dejaba claro que ella puede abordar cualquier tema, siempre que lo haga a la luz de Dios. En caso contrario perdería su pertinencia. Por lo tanto, en esta perspectiva, cabe preguntarse acerca del sacerdocio de las mujeres, realidad que les fue negada en la Iglesia romano-católica. Y considerar las buenas razones teológicas que garantizan su conveniencia.
El llamado “depósito de la fe”, es decir, la positividad cristiana no es una cisterna de aguas muertas. Ella se reaviva confrontándose con los cambios irrefrenables de la historia, como en el caso suscitado por el Sínodo de la Amazonia.
Así, en todo el mundo se verifica cada vez más la reafirmación de la paridad de la mujer, en dignidad y derechos, con el hombre. Comprensiblemente no es fácil desmontar siglos de patriarcalismo que implica disminuir y marginar a la mujer. Pero lenta y consecuentemente las discriminaciones van siendo superadas y, en ciertos casos, hasta castigadas. En la práctica, todos los espacios públicos y las más diversas funciones están abiertas a las mujeres. ¿Vale esto también para el sacerdocio de las mujeres dentro de la Iglesia romano-católica? En las Iglesias evangélicas, en la anglicana y también en el rabinato, las mujeres han sido admitidas en la función antes reservada sólo a los hombres.
Hasta fecha reciente la Iglesia romano-católica, en los estratos de la más alta oficialidad, se negaba a plantear la cuestión, especialmente con Juan Pablo II. Ella quedó rehén de la secular cultura patriarcal, pero no puede convertirse en un bastión de conservadurismo y anti-feminismo en un mundo que avanza hacia la riqueza de la relación hombre y mujer. El Papa Francisco tiene el mérito de plantear las cuestiones pertinentes del mundo de hoy, como la cuestión de la moral matrimonial o el tratamiento a los homoafectivos y a otras minorías.
Como afirmaba aún en el siglo pasado una feminista, A. van Eyde: «El bien del hombre y de la mujer son interdependientes. Ambos quedarán lesionados si en una comunidad uno de ellos no puede contribuir con toda la medida de sus posibilidades. La Iglesia misma quedaría herida en su cuerpo orgánico si no diese cabida a la mujer dentro de sus instituciones eclesiales» (Die Frau im Kirchenamt, 1967: 360).
La minuciosa investigación de teólogos y teólogas del más alto nivel ha demostrado que no hay ninguna barrera doctrinal ni dogmática que impida el acceso de las mujeres al sacerdocio.
En primer lugar, hay que recordar que hay un solo sacerdocio en la Iglesia, el de Cristo. Los que vienen bajo el nombre de “sacerdote”, son sólo figuras y representantes del único sacerdocio de Cristo. Su función no puede ser reducida, como sostiene la argumentación oficial, al poder de consagrar. Se puede decir que toda la vida de Cristo es sacerdotal: se presentó como un ser-para-otros, defendió a los más vulnerables, también a las mujeres, predicó fraternidad, reconciliación, amor incondicional y perdón. No sólo en la última Cena se muestra sacerdote, sino en toda su vida, es decir, fue un creador de puentes y de reconciliación.
La función del sacerdote ministerial no es acumular todos los servicios, sino coordinarlos para que todos sirvan a la comunidad. Por el hecho de presidir la comunidad, preside también la eucaristía. Este servicio (que San Pablo llama “carisma”, y son muchos) puede muy bien ser ejercido por las mujeres como se muestra en las iglesias no romano-católicas y en las comunidades eclesiales de base.
Y habría razones de las más convenientes que fundamentan tal ministerio por parte de las mujeres.
En primer lugar, la primera Persona divina en venir al mundo fue el Espíritu Santo, que asumió María para engendrar en su seno a la segunda Persona, el Hijo encarnado, Jesucristo. El Hijo solo vino después del “fiat” (el sí) de María.
Seguían a Jesús no sólo apóstoles y discípulos, sino también muchas mujeres que le garantizaban la infraestructura. Ellas nunca traicionaron a Jesús, lo cual no se puede decir de los Apóstoles, especialmente del más importante de ellos, Pedro. Después de la prisión y la crucifixión todos huyeron. Ellas se quedaron al pie de la cruz.
Fueron ellas las que primero, en una actitud genuinamente femenina, acudieron al sepulcro para ungir el cuerpo del Crucificado. El mayor acontecimiento de la fe cristiana, la resurrección de Jesús, fue testimoniado en primer lugar por una mujer, María Magdalena, hasta el punto de que S. Bernardo dijese que ella fue “apóstol” para los Apóstoles.
Si una mujer, María, pudo dar a luz a Jesús, su hijo, ¿cómo no va a poder representarlo sacramentalmente en la comunidad? Aquí hay una contradicción flagrante, sólo comprensible en el marco de una Iglesia patriarcal, machista y compuesta de célibes en el cuerpo de dirección y de animación de la fe.
Lógicamente, el sacerdocio femenino no puede ser una reproducción del masculino. Sería una aberración si así fuera. Debe ser un sacerdocio singular, según el modo de ser de la mujer, con todo lo que denota su feminidad en el plano ontológico, psicológico, sociológico y biológico. No será la sustituta del sacerdote. Realizará el sacerdocio a su propio modo.
Vendrán tiempos en los que la Iglesia romano-católica acomodará su paso al del movimiento feminista mundial y con el del propio mundo, hacia una integración del “animus” y del “anima” para el enriquecimiento humano y de la propia Iglesia.
Estamos, pues, a favor del sacerdocio de las mujeres dentro de la Iglesia romano-católica, escogidas y preparadas a partir de las comunidades de fe. Les corresponde a ellas darle una configuración específica, diferente de la de los hombres.
*Leonardo Boff es teólogo, filósofo y ha escrito con Rose-Marie Muraro, Femenino-Masculino: una nueva conciencia para el encuentro de las diferencias, Record, 2010.
Traducción de Mª José Gavito Milano
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A conveniência do sacerdócio para as mulheres
A dimensão do feminino não é exclusiva das mulheres, pois tanto homens quanto mulheres são portadores, cada um na sua modalidade própria, do masculino e do feminino. Tomás de Aquino na Suma Teológica já na sua primeira questão ao abordar o objeto da teologia, deixava claro que ela pode abordar qualquer tema, desde que o faça à luz de Deus. Caso contrário perderia sua pertinência. Portanto, nesta perspectiva, cabe perguntar acerca do sacerdócio das mulheres, realidade que lhe foi negada na Igreja romano-católica. E considerar as boas razões teológicas que garantem sua conveniência.
O assim chamado “depósito da fé”, vale dizer, a positividade cristã não é uma cisterna de águas mortas. Ela se reaviva confrontando-se com as mudanças irrefreáveis da história como é o caso suscitado pelo Sínodo da Amazônia.
Assim no mundo todo, verifica-se cada vez mais a reafirmação da paridade da mulher, em dignidade e direitos, com o homem. Compreensivelmente não é fácil desmontar séculos de hétero-patriarcalismo que implica diminuir e marginalizar a mulher. Mas lenta e consequentemente as discriminações vão sendo superadas e, em certos casos, até punidas. Na prática, todos os espaços públicos e as mais diversas funções estão abertas às mulheres. Vale isso também para o sacerdócio para as mulheres dentro da Igreja romano-católica? Nas Igrejas evangélicas, na anglicana e também no rabinato, as mulheres foram admitidas na função antes reservada só aos homens.
A Igreja romano-católica, nos estratos da mais alta oficialidade, até recente data, se recusava sequer colocar a questão especialmente sob o Papa João Paulo II. Ela ficou refém da secular cultura hétero-patriarcal. Mas não pode se transformar num bastião de conservadorismo e anti-feminismo num mundo que avança rumo à riqueza da relacionaliade homem e mulher. O Papa Francisco tem o mérito de colocar as questões pertinentes do mundo de hoje, como a questão da moral matrimonial e o tratamento para com os homoafetivos, o sacerdócio para homens casados e outras minorias.
Como afirmava uma feminista ainda no século passado A. Van Eyde: “O bem do homem e da mulher são interdependentes. Ambos ficarão lesados se, numa comunidade, um deles não puder contribuir com toda a medida de suas possibilidades. A Igreja mesma ficaria ferida em seu corpo orgânico se não desse lugar à mulher dentro de suas instituições eclesiais” (Die Frau im Kirchenamt, 1967, p. 360).
A minuciosa pesquisa de teólogos e teólogas, do mais alto gabarito, como Karl Rahner entre outros, tem demonstrado que não há nenhuma barreira doutrinária e dogmática que impeça o acesso do sacerdócio às mulheres.
Em primeiro lugar, importa recordar que há um só sacerdócio na Igreja, aquele de Cristo. Os que vêm sob o nome de “sacerdote”, são apenas figurações e representantes do único sacerdócio de Cristo. Sua função não pode ser reduzida, como sustenta a argumentação oficial, ao poder de consagrar. Toda a vida de Cristo é sacerdotal, vale dizer, apresentou-se como um ser-para-outros, defendeu os mais vulneráveis, também mulheres, pregou fraternidade, reconciliação, amor incondicional e perdão. Não é só na última Ceia que se se mostra sacerdote, mas em toda a sua vida, vale dizer, um criador de pontes e de reconciliação.
A função do sacerdote ministerial não é acumular todos os serviços, mas coordená-los para que todos sirvam à comunidade. Pelo fato de presidir a comunidade, preside também a eucaristia. Esse serviço (que São Paulo chama de “carisma” que são muitos) pode muito bem ser exercido pelas mulheres como se mostra nas igrejas não romano-católicas e nas comunidades eclesiais de base.
E haveria razões das mais convenientes que fundamentam tal ministério por parte das mulheres.
Em primeiro lugar, a primeira Pessoa divina a vir ao mundo foi o Espírito Santo que assumiu Maria para gerar em seu seio a segunda Pessoa, o Filho encarnado, Jesus Cristo. O Filho só veio depois do "fiat"(o sim) de Maria.
Seguiam Jesus não apenas Apóstolos e discípulos, mas também muitas mulheres que lhe garantiam a infra-estrutura. Elas nunca traíram Jesus, o que não se pode dizer dos Apóstolos, especialmente do mais importante deles, Pedro. Após a prisão e a crucificação todos fugiram. Elas ficaram ao pé da cruz.
Foram elas que, por primeiro, numa atitude genuinamente feminina, foram ao sepulcro para ungir o corpo do Crucificado. O maior evento da fé cristã, a ressurreição de Jesus, foi testemunhado primeiramente, por uma mulher, Maria Madalena, a ponto de São Bernardo dizer que ela foi “apóstolo” para os Apóstolos.
Se uma mulher, Maria, pôde dar à luz a Jesus, seu filho, como não pode representá-lo sacramentalmente na comunidade? Aqui há uma contradição flagrante, só compreensível no quadro de uma Igreja hétero-patriarcal, masculinista e composta de celibatários, responsáveis pela direção e pela animação da fé.
Logicamente, o sacerdócio feminino não pode ser a reprodução daquele masculino. Seria uma aberração se assim fosse. Deve ser um sacerdócio singular, com o modo de ser da mulher com tudo o que denota sua feminilidade no plano ontológico, psicológico, sociológico e biológico. Não será a substituta do padre. Mas conformará o sacerdócio a seu modo próprio.
Tempos virão em que a Igreja romano-católica acertará seu passo com o movimento feminista mundial e com o próprio mundo, rumo a uma integração do “animus” e da “anima” para o enriquecimento humano e da própria Igreja.
Somos, pois, a favor do sacerdócio conferido às mulheres dentro da Igreja romano-católica, escolhidas e preparadas a partir das comunidades de fé. Cabe a elas dar-lhe uma configuração especifica, diversa daquela dos homens.
Leonardo Boff é teólogo, filósofo e escreveu com Rose-Marie Muraro, Feminino-Masculino: uma nova consciência para o encontro das diferenças, Record, 2010.
Imagem: https://www.corresponsaldepaz.org/2013/03/13/sacerdotisas-la-iglesia-catolica-en-femenino/
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