02 de Mayo de 2019
[Por: Rosa Ramos]
“No odien, perdonen, yo ya los perdoné”
Wenceslao Pedernera
“Siento que mi tierra, dolorida y esperanzada,
reza y canta con su historia, vida y mensaje…
Peregrina con migo en mi carne y en mi sangre”
Monseñor Enrique Angelelli
Tuve la dicha de celebrar otro sábado de Gloria y otro domingo de Pascua (el 2°) en La Rioja, tierra de mártires. Segundo sábado Santo por la beatificación de los 4 mártires y segundo Domingo de Pascua en la Misa de acción de gracias en la localidad de Los Llanos frente a donde fue el martirio de Monseñor Angelelli. En esos y otros sitios “tomé Gracia” como dicen por aquellos sitios.
Mucho se ha escrito y los interesados habrán visto fotos y ya leído las claras y sentidas homilías del Cardenal Angelo Becciu y del actual obispo de La Rioja, Monseñor Dante Braida.
Este es un relato en primera persona, pero no sólo del singular también en primera del plural porque desde Montevideo fuimos 29 peregrinos partiendo de la parroquia Santa Gema que convocó no sólo a miembros de sus CEBs. Resultó un heterogéneo y armónico grupo conformado -además del sacerdote pasionista convocante y varios laicos de esa comunidad-, por un sacerdote salesiano y dos del clero de Montevideo, un seminarista, tres religiosas y algunos laicos de otras organizaciones eclesiales entre los que fuimos tres miembros de Amerindia. Un lindo espectro de la Iglesia de Montevideo. Sabemos que fueron otros peregrinos de otras diócesis del país.
La Pascua definitiva de Jesús, su Resurrección, yo puedo intuirla o atisbarla desde las pascuas intrahistóricas, parciales y cotidianas, desde ellas es que puedo mínimamente captar esa gran alegría pascual. Así lo expresé con un video en la última entrega de este blog y luego escribí más extensamente para Carta Obsur con varios ejemplos de pascuas recientes de las que fui testigo.
Así que fue de gran ayuda para dejarme mover por la alegría pascual participar en esa fiesta que fue la beatificación de los mártires que sembraron su sangre en La Rioja. En medio de la fe y de las lágrimas de miles de peregrinos, palpé la resurrección-reivindicación pública de la vida y opciones de Monseñor Angelelli, Carlos de Dios Murias, Gabriel Longueville y Wenceslao Pedernera.
Allí también comprendí que María de Magdala llorara aún después de ver la tumba vacía. El Resucitado es el Crucificado, que conserva las marcas de los clavos y de los muchos tormentos, por eso la alegría de la resurrección, y este caso de la reivindicación pública eclesial de estos mártires, no anulaba ni invisibilizaba el dolor de tantos años, de tanto escarnio, de tanto silencio.
Siendo este un relato de lo vivido en primera persona, comparto algunas “perlas”:
La presencia de las sobrinas de Monseñor Angeleli, una de ellas llevó las reliquias en la misa del domingo; la presencia de familiares llegados de Francia de Longueville y la familia del cordobés Murias; y para mí sobre todo el bastón en que se apoya hoy Coca, esposa viuda de Wenceslao, eran esas marcas indelebles de los clavos que Tomás necesitaba tocar -yo también- y nadie olvidar.
La alegría que se notaba en esos cantos, en esas “vivas”, en tantos aplausos durante ambas celebraciones en que participamos (no pudimos estar en la del sábado de tarde en Sañogasta en acción de gracias por la beatificación de Wenceslao, ni el domingo a la tarde en Chamical por la de los sacerdotes), era una alegría realmente pascual, mezclada con lágrimas y con preguntas:
¿Por qué fue necesario tanto dolor?, ¿por qué se repite la historia -también hoy- de la violencia contra los que procuran el bien común?, ¿por qué tanta saña infringida y silenciada?
No oculté mis preguntas doloridas cuando abracé al amigo sacerdote verbita Miguel Ángel Armada, ni cuando vi a Miguel Ángel López, capuchino, que trabajó mucho en la causa de los mártires. Él con mucha paz en su rostro, me respondió “porque es la historia de justo sufriente, porque es la de Jesús, de aquí a la parusía debemos asumir la cruz como precio de la entrega”. A Miguel lo conocí el año pasado y en un mano a mano me contó muchos detalles de lo que ahora es público, cómo fueron los crímenes, cómo fueron silenciados. Recuerdo que me impresionó vivamente su relato sobre el laico que se desangró delante de su esposa e hijas y desde el suelo les pedía no odiar, perdonar, porque él ya perdonaba a sus asesinos.
Seguramente el laico, esposo y padre, Wenceslao Pedernera, no conocía los versos del poeta turco, pero los suscribiría gustoso: “la muerte no mata, la que mata es la vida a la muerte, y avanza”
Allí abrazando a Miguel “tomé Gracia” de él y de muchos testigos, también de pedacitos de tierra ensangrentada de esos santos lugares en las reliquias de los ahora declarados beatos, felices, dichosos, aunque sin duda el pueblo ya lo sabía y más aún, los llamaba ya “santos”.
Viví tantos encuentros y tantos abrazos que me conmovieron, porque de cada uno seguía “tomando gracia”. Por ejemplo Arturo Pinto, que iba en el coche junto a Monseñor Angelelli y se salvó para ser testigo, sus relatos, su convicción, su enorme alegría de poder celebrar la beatificación de su obispo de entonces y de los otros mártires que bien conocía. Encontrarme con muchas religiosas azules, con tantos sacerdotes, religiosas y laicos pasionistas; las “Azules” y los pasionistas han custodiado la memoria de aquellos duros tiempos. Aunque no sólo ellos, claro.
Por casualidad, en una cocina de la casa Tinkunaco (encuentro, en lengua quechua) encontré relatando lo vivido a una religiosa –no recuerdo de qué congregación- en cuya casa estaban cenando Carlos de Dios Murias y Gabriel Longuevilla la noche en que fueron llevados y luego de terribles torturas asesinados. La religiosa de unos 70 años, yo pensaba ¡qué joven era en 1976!, delgada, de rasgos delicados, contaba a 5 mujeres sentadas a su alrededor lo sucedido aquella noche y los días posteriores. Me sumé de pie al auditorio: verla, escucharla, palpar aquella historia de primera mano, no leyéndola, fue otra instancia de “tomar Gracia” en tierra de mártires.
Otra “casualidad”, en el mismo ómnibus contratado desde Montevideo viajaba con nosotros un riojano, Omar, ya al regreso cuando pasábamos por Chamical para rezar en el lugar que fueron encontrados los sacerdotes Carlos y Gabriel, me contó que su abuelo fue uno de los 3 trabajadores ferroviarios que encontraron los cuerpos destrozados. Los 3 “murieron” cuando empezaron a contar y podían ser testigos del horrendo crimen. Omar se quedó huérfano del abuelo con quien vivía con 14 años. Así sucedía, así se silenciaba a los testigos. Aquellos parajes y montes, aquellas vías por las pasamos para rezar, ensombrecieron con el recuerdo el rostro de Omar, lo miré hondo y tomé Gracia de él, Gracia que me hace también testigo y portavoz.
La última perla: mi encuentro con el joven teólogo Francisco Bosch. Yo no pude ver entre tanta gente a Coca, viuda de Wenceslao, pero Francisco sí, e inclinándose le pidió su bendición. Entonces yo al verlo lo abracé y le pedí que me pasara esa Gracia, él me miró largamente con sus hermosos y grandes ojos; con esa mirada y otro cálido abrazo me compartió la anhelada bendición. ¡Gracias Francisco Bosch!
Soy consciente de que con mis ojos y abrazos también bendije y pasé Gracia a otros y otras. Tomar para dar, recibir gratis para regalar gratis el Evangelio vivo hoy y seguir haciéndolo como testigos.
Esta reivindicación del martirio currió no al tercer día, sino a más de 40 años -¿acaso no es bíblicamente simbólico también el número 40?- La Vida puede más que la ignominia, la vida de estos y tantos mártires ya era plena, pero era importante que se abrieran los ojos del pueblo, que vieran sepulcros vacíos y que al igual que Jesús, “que se apareció a más de 500 juntos” como dice Pablo (1Co. 15, 6)-, las víctimas fueran reconocidas por muchos en estas celebraciones públicas.
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