Iglesia pecadora

22 de Febrero de 2019

[Por: Víctor Codina]




Siempre hemos oído hablar de la santidad de la Iglesia, una Iglesia sin mancha ni arruga. En la cúpula de San Pedro del Vaticano se reproducen en latín y griego las palabras que según el evangelio de Mateo, Jesús dirigió a Simón Pedro luego de su profesión de fe mesiánica: “Tú eres Pedro, sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella“ (Mateo 16,18). En el Concilio Vaticano I se afirma que la Iglesia, por su santidad y propagación, es un gran signo de credibilidad.

 

Todos ya sabíamos que la historia de la Iglesia no había sido tan gloriosa: cruzadas, inquisición, escandaloso poder temporal de los Papas de la Iglesia de cristiandad, guerras de religión, división de las Iglesias, evangelización unida a la espada colonial, antisemitismo y un largo etc. 

 

Juan XXIII con el Concilio Vaticano II inició una gran reforma eclesial: vuelta a la fuentes de la fe cristiana, diálogo con el mundo moderno, ecumenismo, libertad de conciencia y religiosa, etc. Este movimiento conciliar, frenado en muchos aspectos en el invierno eclesial de los últimos años, ha sido retomado y profundizado con Francisco: Iglesia pobre y de los pobres, la alegría del evangelio, volver al Dios misericordioso, crítica al clericalismo y a las tentaciones de la curia vaticana, denuncia de un sistema económico que adora al dinero, mata pobres y destruye la naturaleza; no a los muros y al armamentismo, cuidado de la tierra, un sínodo sobre la Amazonía, visita a campos de refugiados, Iglesia en salida y hospital de campaña etc. 

 

Y cuando comenzaba a florecer nuevamente la primavera eclesial, ha estallado ¿casualmente? la tormenta de los abusos sexuales y pederastia de sacerdotes, religiosos, obispos, nuncios y cardenales, el silencio encubridor de las cúpulas jerárquicas, escándalo repetidamente magnificado por los medios de comunicación con toda morbosidad de detalles. Las víctimas de estos abusos, hasta ahora vergonzosamente calladas, comienzan a hacer escuchar su estremecedora voz.  

 

El prestigio eclesial está por los suelos, caen grandes figuras e instituciones hasta ahora muy respetadas; la jerarquía comienza a hablar de tolerancia cero y de la necesidad de denunciar los abusos a la sociedad civil, han sido degradados y expulsados de sus cargos altos responsables eclesiales, alguna conferencia episcopal ha presentado su renuncia al Papa Francisco, hay reuniones de emergencia en Roma para responder a esta grave situación. 

 

El pueblo cristiano se siente escandalizado y triste. Un viejo adagio latino afirma: Corruptio optimi, pessima, es decir, la peor corrupción es la corrupción de las cosas buenas, óptimas. La Iglesia ha pasado de ser un signo de credibilidad a ser el mayor obstáculo para la fe de muchos de nuestros contemporáneos. 

 

No vamos a negar la extrema gravedad de estos hechos, no es momento de presentar excusas, ni alegar que los abusos también suceden en otros ámbitos, sino que es tiempo de sentirnos confundidos y avergonzados, de pedir perdón a Dios y a las víctimas, de escucharlas, de buscar reparación y tomar serias medidas de cara al futuro: repensar la elección y formación afectivo- sexual de candidatos al ministerio ordenado, abrirse a nuevos ministerios, elaborar protocolos para la protección de menores, denunciar la lepra del clericalismo machista que abusa de su poder sobre menores y mujeres, etc.

 

Pero en este momento de confusión, quizás pueda ayudarnos el complementar las catequesis sobre la santidad de la Iglesia con una serena afirmación de que la Iglesia es humana y divina, santa y pecadora, que continuamente hemos de convertirnos y pedir perdón a Dios, como acontece en la liturgia eucarística: la Iglesia necesita siempre ser reformada. 

 

Hemos de recordar que en el evangelio de Mateo, poco después de los versículos antes citados, cuando Pedro reprende al Señor ante el anuncio de la pasión, Jesús le dice que se aparte de su vista y le llama Satanás y piedra de escándalo (Mateo 16,21). Pedro además también negó a Jesús en la pasión. También Pablo había sido perseguidor de la Iglesia. Esta es la Iglesia de Pedro y Pablo, una Iglesia de pecadores convertidos.

 

Los llamados Santos Padres, obispos lúcidos y santos de los primeros siglos, dicen que la Iglesia es “casta y prostituta”. Y el gran teólogo Karl Rahner, al comentar la narración sobre la mujer adúltera a la que Jesús salva de ser apedreada (Juan 8, 1-11), afirma que esta mujer cortesana perdonada, representa a la santa Iglesia, la esposa de Jesús. 

       

Hemos de recordar que el Señor prometió a la Iglesia la venida del Espíritu y que en Pascua y Pentecostés el Espíritu santo descendió sobre ella y nunca la abandona. Esto significa que nunca el pecado ahogará la santidad de la Iglesia, santidad mucha veces oculta del pueblo fiel, de mujeres que llevan adelante la familia, de monjas que cuidan enfermos y ancianos, de sacerdotes misioneros que gastan su vida en tierras lejanas, de hombres y mujeres entregados a los demás, de movimientos obreros o indígenas que luchan por los derechos humanos, de tantos santos “de la puerta de al lado”.

 

Ni terrorismo mediático, ni chantaje económico o político, ni encubrimiento jerárquico, ni escándalo farisaico, ni ingenuidad. No nos sorprendamos ni rasguemos las vestiduras. Somos pecadores, miembros de una Iglesia pecadora y santa a la vez, necesitamos pedir perdón a Dios y a las víctimas, necesitamos urgente conversión y acogernos a la misericordia del Señor: hemos de escuchar a las víctimas y desde su clamor reformar las estructuras eclesiales. Este puede ser un momento clave para una reforma eclesial a fondo.

 

Pero en este proceso no estamos solos, nos acompaña el Espíritu del Señor. La Iglesia aparece en el credo en el tercer artículo, en nuestra profesión de fe en el Espíritu Santo: la Iglesia es santa por el Espíritu santo. Y este Espíritu que siempre actúa desde abajo, en momentos de caos y confusión, es el que ahora clama desde la voz de las víctimas. Escuchémoslo. 

 

Se debería completar el texto de la cúpula vaticana y añadir que Pedro no solo es piedra fundamental de la Iglesia, sino también piedra de escándalo y Satanás. Pero a pesar de ello, el Señor resucitado perdonó a Pedro y le confirmó en su misión pastoral de apacentar sus ovejas (Juan 21, 15-17). La verdadera historia de la Iglesia no es la historia de los Papas o de la jerarquía eclesiástica, sino la vida de los santos y santas, muchas veces miembros anónimos, del santo Pueblo de Dios. 

 

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