06 de Diciembre de 2018
[Por: Rosa Ramos]
Hay imágenes de Dios entre las que debemos elegir:
O creemos en un dios centrado en sí mismo,
deseoso de poder, honores y gloria perpetua…;
o creemos en el Dios de Jesús, puerta de la misericordia,
que viene, viene siempre, y por eso celebramos Navidad.
Empiezo este artículo recordando una de las afirmaciones claves de la entrega anterior. Decía: No existe una imagen de Dios “verdadera”, absoluta, inmutable. Todas nuestras categorías e imágenes para referirnos a y para relacionarnos con Dios son construcciones humanas históricas, construcciones condicionadas culturalmente.
En esta entrega voy a centrarme en algunas imágenes de Dios que considero perniciosas, que no contribuyen a la humanización, y que por añadidura -no menor- son realmente impías y están en la génesis del ateísmo como dice el Concilio. En la siguiente espero plantear otras imágenes que creo más cercanas al Dios Abba revelado por Jesús y más creíbles en el presente.
Tanto en esta entrega como en la siguiente, aspiro a contribuir a una fe más sana y más digna del Misterio revelado. No es mi intención escandalizar, ni ofender “la fe de mis mayores” al decir de Antonio Machado, por eso me acerco al tema sobre el que he leído, meditado y rezado, con valentía, pero también con humildad, o con pies descalzos.
La literatura ofrece abundantes ejemplos de imágenes de Dios que han marcado el imaginario colectivo y religioso, pensemos en La Divina Comedia de Dante. Pero hoy y aquí voy a citar solamente dos obras que al decir de Kant “me despertaron de mi sueño dogmático”. Obras que me golpearon duro, pero que abrieron grietas por los que entró más claridad.
Una de ellas quizá pocos la conozcan porque es uruguaya: “La puerta de la misericordia” de Tomás de Mattos. ¡Una novela de mil páginas! El autor uruguayo, católico, abogado y escritor (1947-2016), dejó su primera profesión para dedicarse a la segunda, escribió muchas novelas pero para ésta estudió diez años. No era teólogo, sí un buscador y amador del Dios de Jesús.
Recuerdo que no me gustó toda la novela, discrepaba con algunas ideas, pero sí fue grande y positivo el impacto de su relectura crítica del Antiguo Testamento desde Jesús. De Mattos se atreve a meterse en la conciencia del Jesús histórico que va descubriendo su misión desde su experiencia de Dios y en confrontación con las imágenes de su religión judía. Desde allí va a cuestionar las acciones e interpretaciones pero sobre todo las imágenes de Dios que el pueblo ha ido forjando en su historia y que llegan en la Escritura, superpuestas muchas veces.
¿Era necesario –era una orden de Dios- que Elías pasara a degüello a 400 profetas por más que no fueran profetas de su Dios? La entrada a “la tierra prometida”, ¿implicaba ocupar y arrasar pueblos, simplemente porque no conocían a su Dios? ¿Habitaba Dios allí, en el Sancta Santorum al que el Sumo Sacerdote entraba una vez al año? ¿Era Dios el “Dios de los ejércitos”? ¿La fe de Abraham consistía en matar a su hijo Isaac, eso le pedía Dios?
En la novela Jesús dialoga con un doctor de la Ley, lo va llevando como auténtico pedagogo a interpelarse, mientras se va cuestionando y aclarando a sí mismo. En cierto momento le dice “Cargas con muchas certezas”. Ése era el problema de aquel buen hombre y buen judío. Así es como la novela conduce a interpelarnos, a animarnos a dudar sanamente de nuestras certezas.
Otra novela que fue clave para con su rudo golpe agrietar “la fe de mis mayores”, ha sido “El Evangelio según Jesucristo” de José Saramago. Escritor portugués (1922-2010) de fama internacional, que recibiera entre otros reconocimientos el Premio Nobel de Literatura en 1998. Como dato curioso la publicación de esta novela en 1991 provoca tal escándalo que Saramago se va de su Portugal y se instala en Lanzarote, España, porque el gobierno portugués declara que su novela “ofende a los católicos”.
Ciertamente no es una novela a leer desprevenidamente, impacta como la lectura del filósofo Nietzsche, en particular “Así habló Zaratustra” -que merecería otro artículo-. Pero son lecturas necesarias para madurar en la fe, para acoger la crítica y depurar nuestras imágenes de Dios.
En El Evangelio según Jesucristo, la imagen de Dios es patética, terriblemente dolorosa, y es bueno que nos duela esa escandalosa imagen de un dios cuya identidad no es amar (no lo mueve la misericordia, exaltada por la novela de Tomás de Mattos), sino buscar la gloria.
En la novela de Saramago Jesús es un títere, “obedece” un designio predeterminado. Todo sucede para que ese dios sediento de gloria sea reconocido como el único en todo el universo por los siglos de los siglos. Para ello necesita de muertes, de sangre, incluyendo por supuesto la de su Hijo, y no conforme con eso, la de los futuros mártires -ya también prevista- siempre para aumentar la gloria de ese dios megalómano insaciable. Una acaba la novela angustiada, asqueada, y por supuesto tan atea de ese dios como el propio Saramago. ¡Y como Jesús!
Lo que más duele a cristianos adultos que intentamos creer en el Dios de Jesús, es que esa imagen tan repudiable no la inventó el autor, es la que recibió de la Iglesia (de la que soy parte, no me estoy colocando afuera), y fue la “normal” antes del Concilio. Incluso todavía hoy ¿no es eso lo que muchas veces hacemos creer al pueblo fiel sobre la muerte de Jesús, y la “voluntad de Dios”, haciendo una lectura literal, fundamentalista, de ciertos pasajes bíblicos?
Esa imagen de Dios –si me perdonan, infantil, además de idolátrica-, que necesita “todo honor y gloria por los siglos de los siglos”, la reforzamos en cada Eucaristía. Pero no sólo proclamándola, sino expresándola en formas no verbales: en la arquitectura de los templos, en los altares, pinturas, esculturas, y hasta en las vestimentas para “celebrar dignamente el culto a Dios”. ¿A cuál Dios?, cabe preguntarse.
Afortunadamente en América Latina tenemos muchas capillas sencillas, con imágenes posconciliares, y donde celebramos con menos oropeles al Dios que nos reveló Jesús caminando –uno de tantos- con pies polvorientos y ropas vulgares, distinguiéndose sólo por la capacidad de detenerse, tocar, besar, bendecir, levantar… por su sensibilidad al dolor humano.
Estas novelas pueden ayudarnos a purificar nuestras imágenes de Dios, así como a entender más el ateísmo y el indiferentismo: ese “pasar de Dios”, de muchos intelectuales y de demasiados jóvenes. Esa supuesta “falta de fe” actual, ¿no será un regalo de Dios? Palabra o gesto profético, que irrumpe y molesta -como otrora a Israel-, que hoy nos desinstala y nos mueve a en una búsqueda más profunda del rostro y “la voluntad” de Dios.
No quiero dejar este aporte de hoy sólo con la literatura, me permito citar libros de teología que me han ayudado mucho en las últimas décadas a repensar nuestra fe cristiana desde las categorías contemporáneas. Recomiendo todos los libros de Andrés Torres Queiruga, su obra mayor (aunque más densa que exige lenta y atenta lectura) es La revelación de Dios en la realización del hombre. Hay muchos libros y artículos más accesibles de este filósofo y teólogo gallego nacido en 1940 y aún muy activo. En la misma línea ha trabajado Juan Luis Segundo, recomiendo El dogma que libera. Fe, revelación y magisterio dogmático. Otro libro clave y a la vez claro y sencillo es Matar a nuestros dioses de José María Mardones (1943-2006), publicado luego de su repentina muerte, diría que es un libro imprescindible. Un libro anterior y más sencillo el de Carlos González Vallés: Dejar a Dios ser Dios. Imágenes de la divinidad. Varios libros de Albert Nolan, uno en especial: Jesús, hoy. Una espiritualidad de libertad radical. Más recientemente un título significativo La humildad de Dios de Benjamín González Buelta. Otros dos libros, escritos por mujeres: ¡Vuelve a la vida! de Simone Pacot. El otro, excelente, que va recorriendo diversas imágenes de Dios, sus aportes y límites en distintas teologías es La búsqueda del Dios vivo. Trazar las fronteras de la teología de Dios, de la norteamericana Elizabeth Johnson.
Cierro con una cita de Tomás de Mattos en La Puerta de la Misericordia, el novelista la pone en boca de Jesús estas palabras que coinciden con el planteo de los teólogos contemporáneos, y expresan un concepto plasmado ya en el Concilio (DV 12):
“Las Escrituras son, por supuesto Palabra de Dios. Pero no son tablas de piedra en las que Él o sus mensajeros hayan grabado las letras. Humanos han sido los pulsos que las escribieron y humanos son los ojos que las leen. Y la luz que en nuestras vidas las ilumina únicamente se genera a través de lámparas heredadas, que no siempre resisten a nuestro tiempo.”
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