Las promesas de Dios, su escucha, su cumplimiento…

26 de Junio de 2018

[Por: Rosa Ramos]




“Cómo contarle a mi gente, 

que  sos el Dios de la Vida… 

que  sos como la Tierra 

que sostiene nuestra vida…. 

Que sos como el Viento, 

soplando en todos lados, 

alentando este Sueño 

de un mundo más humano…”

Carlos Saracini, cp

 

Quiero escribir hoy sobre las promesas de Dios y su cumplimiento. También sobre los que las escuchan y las actúan, caminando en la fe aunque no lleguen  a pisar la tierra prometida.

 

En el Antiguo Testamento abundan las promesas de Dios. Pero además esos libros son paradigmáticos acerca de la escucha de Dios y de la confiada espera contra toda esperanza, como tener una descendencia incontable como las estrellas del cielo o las arenas del desierto o liberar al pueblo esclavo. Los libros que llamamos sagrados dan cuenta de una espera activa, de respuestas osadas, tanto de los patriarcas como de los profetas

 

Pero, ojo, si prestamos atención a las promesas tan generosas del Antiguo Testamento, también podríamos decir que “ese Dios es un mentiroso”. Porque las promesas no se cumplen, al menos no inmediatamente, ni de la forma que los destinatarios esperan. Basta leer con atención qué tierra tuvo Abrahán después de dejar Ur, o cómo le llega la descendencia…

 

Las promesas de Dios sin embargo tensan la espera, maduran a las personas y a los pueblos. Ese caminar  se convierte en peregrinar con un horizonte o sentido -espacial y temporal- que va purificando los deseos y la misma esperanza, gestando una nación y descubriendo nuevos nombres y rostros de Dios. 

 

Hoy diríamos que andar tras una promesa, vestidos por el viento de una esperanza”, al decir de Casaldáliga,  generaba –y genera– nuevas representaciones o imágenes de Dios, que obviamente implican nuevas imágenes del propio ser humano y su lugar en la historia.

 

Vamos a detenernos en los que “reciben” las promesas de Dios.

 

Las promesas de Dios encuentran oído en los deseos más hondos –porque allí están– de las mujeres y los hombres que podemos llamar de fe, o “buscadores”.  Mujeres y varones inquietos, a veces soñadores, otras rebeldes, siempre anhelantes de algo que intuyen más allá de la vida que fácilmente se ofrece a cualquiera: comer, sobrevivir, engendrar hijos, evitar siempre que sea posible el dolor… e incluso de lo que hoy se promete como suma felicidad: poseer, acumular, disfrutar sin medida, “hacer la tuya”.

 

Estas personas si bien son parte del barro de la historia –y lo saben–, no le temen y en él se mezclan codo a codo con otros, pero tienen sin embargo algo especial: no se acomodan al tiempo presente”. Como tampoco se acomodaron ni Moisés, ni los profetas, ni Jesús, ni Irena Sandler, ni Simone Weil, ni Gandhi, ni Dorothy Stang… (siga cada uno la lista).

 

Un anhelo de vida buena y de comunión -íntima a la vez que universal- los inquieta, los desinstala, los descentra de sí mismos una y otra vez. Desde el barro de la historia que no desprecian sino que aman en su claroscuro, sueñan dormidos y despiertos “la tierra sin males”, “la tierra espaciosa donde mana leche y miel”, “la patria de todos”.

 

Estas mujeres y estos varones son los que escuchan las promesas de Dios,  viven de ellas, trabajan y sufren todo tipo de sacrificios por ellas, arden la vida hasta consumirse enteros, siempre enamorados de esas promesas.  Aún cuando mueran tempranamente, no lo hacen sin antes encenderlas en otros para que las lleven como antorchas aún más lejos. 

 

En la fe se reciben las promesas, y por la fe en ellas se asumen desafíos increíbles y persiguen -paso a paso- utopías que son como el horizonte:

 

“Ella está en el horizonte.

Yo me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos.

Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.

Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré.

¿Para que sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar.” Eduardo Galeano

 

Pero, ¿cómo escuchan estos “locos”, -por otra parte tan semejantes a nosotros-, en la historia y a contrapelo de la historia oficial, esas promesas de Dios? 

 

Muchas veces en el silencio auscultando sus propios corazones, atentos a la zarza que arde sin consumirse aunque los años y las arrugan avancen, a los sueños que los desvelan, de día y de noche. Otras veces rumiando la historia, la propia, la de sus antepasados, la de la humanidad que -sólo parcial y sesgadamente- cuentan los libros.

 

Otras veces aplicando todos los sentidos a la realidad: a los niños, sus ojos  asombrados, sus risas y juegos; a los viejos cuyos ojos aún brillan –a veces- con una dignidad no vencida; a la porfiada vida que empuja una y otra vez en los embarazos, deseados o no; a los sueños tantas veces rotos de los jóvenes; a los que se juntan no sin dificultad por una causa común; a los que para las estadísticas son sólo números, a “los nadie” ante quienes es más tentador “dar vuelta la cara, porque no tienen ya apariencia humana”; a los muertos… Sí, también a los muertos.

 

La densa historia, la dolorosa historia, tanto como la belleza -que asoma siempre virgen por doquier- constituyen el lugar teológico, el espacio tiempo sagrado de revelación de las promesas de Dios para todos, en procura de vida buena y abundante.

 

En ese Dios de la Vida que siembra promesas creemos. Y de Él debemos contarle a la gente, para disponerla a seguirlo, pues su Espíritu es “el Viento, soplando en todos lados, alentando este Sueño de un mundo más humano…” alentando la historia desde lo pequeño. 

 

Los destinatarios de esas promesas somos todos, pero hay que ejercitarse en la escucha atenta a la realidad y al Evangelio, para reconocerlas, seguirlas y permitir a Dios darles cumplimiento. 

 

A su tiempo y a su modo, con nuestra humilde y necesaria ayuda.

 

 

Imagen: https://vivosydespiertos.files.wordpress.com/2013/01/meditacion-caminando.jpg?w=500 

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