Monseñor Romero, profeta, pastor y mártir

05 de Abril de 2018

[Por: Juan José Tamayo]




Recientemente he vuelto a El Salvador, CA, invitado por la Asociación COOPESA para impartir un curso de formación teológica a los sacerdotes del país y de Guatemala. En total participaron 80 sacerdotes salvadoreños y guatemaltecos de cuatro generaciones que trabajan pastoral y socialmente en zonas rurales y urbanas. Tuvo lugar en la residencia “La Brisa del Carmelo” durante una semana en la que reflexionamos coralmente sobre El tema del curso fue “Fe y política. Reino de Dios y evangelización liberadora en América Latina”, que intentó responder a tres preguntas en la relación entre fe y política: “¿de dónde venimos?, ¿dónde estamos?, ¿hacia dónde vamos?”, vinculadas con la realidad de El Salvador, que en esas fechas estaba viviendo una intensa campaña electoral para los comicios legislativos y municipales. 

 

La reflexión teológica se vio enriquecida con relatos de experiencias de resistencia durante la guerra civil y de compromiso por los derechos humanos. Escuchamos los dramáticos testimonios de supervivientes de las terribles matanzas de poblaciones enteras –verdaderas masacres-. Algunos políticos expusieron sus programas ante las elecciones legislativas y municipales y contamos con rigurosos análisis de prestigiosos sociólogos sobre la situación de El Salvador.  

 

Aprecié un cambio muy importante en los sacerdotes en relación con mis viajes anteriores a la beatificación de monseñor Romero. Ya lo había notado en mi estancia del año pasado, invitado por la Universidad Don Bosco y la UCA. Un ejemplo de dicho cambio fue la invitación a impartir una conferencia en el Seminario “Monseñor Romero” donde estudian seminaristas de cuatro diócesis que lo han creado con una orientación claramente “romeriana”, como el propio nombre del Seminario indica. A la conferencia asistió monseñor Elías Bolaños, obispo de Zacatecoluca. 

 

El clima que se respiraba en el curso fue “romeriano”. Tuve la oportunidad de dialogar con sacerdotes que me contaron su compromiso político con la guerrilla y de escuchar los testimonios de sacerdotes que colaboraron pastoralmente con monseñor Romero, obligados a exiliarse tras su asesinato y hoy marginados de la actividad pastoral hoy por la jerarquía. Algunos testimonios me produjeron una profunda tristeza por el trato poco respetuoso dado a quienes en medio de situaciones políticas represivas estuvieron cerca del pueblo sufriente y hoy son memoria viva de una Iglesia liberadora.   

 

Me resultó especialmente impactante el relato de un sacerdote que, siendo seminarista, acompañó a monseñor Romero el 23 de marzo, tras el memorable sermón, en la visita a dos comunidades que habían sufrido una brutal represión del Ejército. Durante el camino el coche en el que viajaban sufrió dos registros en busca de armas y los ocupantes fueron sacados del coche y arrojados al suelo. Llegaron con más de dos horas retraso y la gente de las comunidades se había dispersado. Pero cuando se corrió la voz de que había llegado monseñor Romero, se concentraron cerca de 500 personas.

 

¿Qué sucedió el domingo 23 de marzo de 1980? Monseñor Oscar Arnulfo Romero pronunció una dolorida, dramática y casi desesperada homilía en la Catedral de la capital de El Salvador. Estas fueron sus palabras: “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles. ¡Hermanos! ¡Son de nuestro pueblo! ¡Matan a sus mismos hermanos campesinos! [...]. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios […]. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”

 

Fue su última homilía. Con ella monseñor Romero había firmado su sentencia de muerte. Los jefes militares interpretaron sus palabras como una llamada a los soldados a la desobediencia y a la insumisión y prometieron vengarse. Y la venganza no tardó en llegar. El 24 de marzo, a las seis y veinte de la tarde, monseñor Romero era asesinado por un francotirador a las órdenes del Mayor Roberto D’ Abuisson, mientras celebraba la eucaristía en la capilla del hospital de la Divina Providencia.  

 

Cuando esto sucedía, los Estados Unidos apoyaban con ingentes sumas de dólares al Gobierno salvadoreño y a su Ejército, en alianza con la oligarquía, para atentar contra la ciudadanía indefensa y terminar con la Iglesia de los pobres y con la teología de la liberación, que ejercían la denuncia profética y luchaban pacíficamente por la liberación de las mayorías populares. Durante esos años la Iglesia salvadoreña sufrió una terrible y sangrienta represión, que costó la vida a numerosos sacerdotes, religiosos, religiosas, líderes de comunidades, catequistas, al grito “Haga patria. Mate un cura”. Mientras arreciaba la represión contra el pueblo y contra la propia Iglesia, buena parte de la jerarquía y del clero salvadoreños guardó un silencio cómplice. Peor, aún, algunos de sus compañeros en el episcopado lo acusaron de subversivo. 

 

Tras su asesinato martirial, se hizo un largo silencio –en muchos casos acusatorio– sobre Monseñor Romero en la Iglesia institucional salvadoreña, el Vaticano y los sectores políticos conservadores del país. Silencio que contrastó con el reconocimiento de su compromiso con los pobres y de su santidad martirial por parte del pueblo salvadoreño, de las comunidades de base y de la teología de la liberación. Pedro Casaldáliga se hizo eco de ese sentir en un bellísimo poema titulado “San Romero de América, Pastor y Mártir”: “¡Pobre pastor glorioso,/asesinado a sueldo,/ a dólar,/a divisa,/ como Jesús, por orden del Imperio./Pobre pastor glorioso,/ abandonado/ por tus propios hermanos de báculo y de Mesa…!/ San Romero de América,/ Pastor y Mártir nuestro:/nadie podrá callar/ tu última homilía”.   

 

Sensible a ese sentimiento, Francisco, recién elegido Papa, activó el proceso de beatificación de Monseñor Romero, paralizado por sus predecesores, que culminó con una solemne ceremonia celebrada en la Plaza Salvador del Mundo de San Salvador el día 23 de mayo de 2015 con la participación de unas 300 000 personas de 57 países. Coincidiendo con el quinto aniversario de su elección papal, Francisco ha anunciado la   canonización de Romero, que tendrá lugar el 21 de octubre del presente años en Roma (Me pregunto por qué no en San Salvador, ciudad donde ejerció el pastorado profético y liberador durante tres años y donde fue asesinado). 

 

La canonización puede ser un momento oportuno para el reconocimiento del Profeta, Pastor y Mártir no como santo milagrero u obispo piadoso y fiel a Roma, sino como referente de un cristianismo liberador, ejemplo de ciudadanía activa, conciencia crítica del poder, de todos los poderes, pedagogo popular, defensor de los derechos humanos y comprometido en la lucha por la paz y justicia –ambas inseparables- desde la no violencia activa. 

 

¿Fue asesinado Monseñor Romero por odio a la fe, como se argumentó para declararlo beato? Yo creo que no. Lo fue por su defensa de la justicia en un clima de injusticia estructural, de la paz en un clima de violencia del sistema y de la vida de los pobres, amenazada a diario por los poderes oligárquicos, militares y paramilitares coaligados. La verdadera explicación del martirio de monseñor Romero se encuentra en las Bienaventuranzas, que son la Carta Magna del cristianismo: “Bienaventurados los constructores de la paz… Bienaventurados los que han sido perseguidos por causa de la justicia”. Es a ellas a las que hay que apelar para justificar la beatitud de monseñor Romero y en las que, a mi juicio, debe basarse su próxima canonización.     

 

Juan José Tamayo es Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III y autor de San Romero de América, mártir de la justicia (Tirant Lo Blanch, 2015).

 

 

Imagen: https://laslineastorcidas.wordpress.com/2015/02/13/san-romero-de-america/ 

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