San Romero de América: cuatro estampas

16 de Marzo de 2018

[Por: Juan Manuel Hurtado López]




Hoy que ya tenemos la confirmación del papa Francisco sobre la canonización de Mons. Romero en fecha próxima, además de la inmensa alegría que a todas y todos los latinoamericanos nos da, surgen espontáneos, a manera de vertientes de agua de una fuente, algunos pensamientos todavía frescos por la emoción y la alegría.

 

Primera estampa: santo en las Comunidades Eclesiales de Base

 

Es propio del método de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) unir la fe con la vida. Y su método: Ver-Juzgar-Actuar-Evaluar y Celebrar le ofrece los instrumentos idóneos para realizar esta tarea. A lo largo de muchos años, en el taller de las CEBs hemos hecho el esfuerzo de que nuestro trabajo sea liberador, sea en verdad evangelizador. Y prueba de esto son los numerosos mártires –hombres y mujeres- que han habido en toda América Latina y en El Caribe y que han sido miembros activos de las CEBs. Los mártires son su corona.

 

Y en este largo caminar la figura de Mons. Romero siempre estuvo en todos nuestros altares, en todas nuestras reuniones, en todos nuestros cursos y talleres, en nuestras peregrinaciones, en nuestros retablos de la humildes capillas, en nuestros cantos, en nuestros salones parroquiales. Cantar la Misa salvadoreña ya era evocación y presencia de Mons. Romero, mística para nuestro trabajo y lucha, símbolo del fuego que ardía en nuestros corazones. Pero Mons. Romero no estuvo como una foto decorativa, sino como sujeto de culto, de oración, de inspiración, mística, de compañero vivo de nuestro caminar. Podemos decir que desde su martirio, Mons. Romero ya fue venerado y honrado como un Santo, así como lo proclama la bella y profética poesía de Pedro Casaldáliga: San Romero de América.

 

Mons. Romero fue invocado por los labios sencillos de la mujer campesina, del obrero, del estudiante, del misionero. Mons. Romero fue siempre estímulo y fuente de energía para seguir caminando. En muchos de nuestros retiros espirituales la figura de Mons. Romero estaba junto con la de un Crucificado y la Virgen de Guadalupe

 

Segunda estampa: mártir de la justicia

 

En las luchas campesinas y obreras, en los sindicatos, en las luchas universitarias, en las luchas de colonos por mejores servicios, en la lucha por los Derechos Humanos, la figura de Mons. Romero estuvo como abanderado de la lucha no violenta por la justicia. Su magistral conferencia sobre la dimensión política de la fe fue derrotero de muchas búsquedas y ensayos por lograr la justicia. Ahí Mons. Romero hizo ver con toda claridad la imbricación profunda entre el pecado personal y el pecado social, así como el perfil propio del pecado social.

 

Hizo ver que la situación de violencia, injusticia y miseria que se vivía en El Salvador y en nuestros países era fruto de decisiones y omisiones personales que luego se estructuraban en leyes económicas, políticas, jurídicas que se proyectaban en una estructura de pecado que a su vez inclinaba –por así decirlo- hacia el pecado individual. Pecado personal y pecado social íntimamente unidos. Y aquí Mons. Romero tenía en su mente el pensamiento de Ignacio Ellacuría de hacerse cargo de la realidad y de la trascendencia histórica de la salvación. Por eso su propuesta siempre fue la prédica del Reino de Dios y de una Iglesia toda ella servidora de esa causa; por eso Mons. Romero predicó tan duro contra la riqueza y contra el apego del corazón a ese dios que es el dinero y el poder y que suplantaban a Dios; eso, decía Mons. Romero,  en realidad ya no era dar  culto a Dios sino a Mamón.

 

Contra esto luchó Mons. Romero con todas sus fuerzas, alertando a la misma Iglesia a no caer en este servilismo del dinero y a optar decididamente por las causas de los pobres en quienes veía el sufrimiento del mismo Cristo.

 

Tercera estampa: profeta en medio de su pueblo

 

Cuando escuchábamos sus homilías de catedral y escuchábamos la fuerza de su argumentación denunciando las injusticias y atropellos que hacía la Guardia Nacional o el acaparamiento de la riqueza por los latifundistas de El Salvador, no sólo escuchábamos la fuerza vibrante de una voz y su profunda convicción de lo que estaba diciendo, sino que en realidad escuchábamos a un profeta. Un profeta como Isaías o Amós, un profeta como Jeremías o Martin Luther King, una fuerza como la de Mahatma Gandhi que es la fuerza de la verdad. Decía Mons. Romero: “Cuando se le da pan al que tiene hambre, lo llaman a uno santo, pero si se pregunta por las causas de por qué el pueblo tiene hambre, lo llaman a uno comunista, ateísta” (Homilía 15/sept/1978).

 

Mons. Romero supo leer en clave de fe la realidad sufriente de su pueblo al que acompañó. Pero no se contentó con practicar la misericordia, sino hurgó en las raíces del sufrimiento de su pueblo, en las raíces de tanta violencia y muerte. Mons. Romero quería un pueblo libre y liberado y una Iglesia toda ella apostando por la causa de los pobres. Lo dijo y lo repitió con toda claridad: a la Iglesia la atacan y la calumnian porque en realidad atacan a los pobres y esos pobres están en la Iglesia. Pero a su vez, conminó a la misma Iglesia: una Iglesia que no carga con los sufrimientos de los pobres no es la Iglesia de Cristo. ”Una Iglesia que se instalara sólo para estar bien y tener mucho dinero, mucha comodidad, pero que se le olvidara el reclamo de las injusticias, no sería la verdadera Iglesia de nuestro divino Redentor” (Homilía 4/dic/1977).

 

Mons. Romero fue profeta para el mundo y para la Iglesia. Transformación histórica de la realidad del pueblo y conversión de la Iglesia al pobre van juntas. Ante las amenazas de muerte que le hacían, lo expresó con toda claridad: “Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea para la liberación de mi pueblo y como testimonio de esperanza en el futuro” (Marzo 1980).

 

Cuarta estampa: obispo de los pobres

 

Mons. Romero vivió pobre. Su casa del hospitalito, sus atuendos, sus viajes a las comunidades, su instrumentario de trabajo y su palabra siempre al lado de los pobres, reflejan el testimonio de una vida de pobreza. Su casa está muy lejos de parecerse a la de un palacio arzobispal, muy lejos su máquina de escribir y su radio de los aparatos sofisticados de una oficina empresarial o de gobierno. 

 

Cuando Mons. Romero visitaba sus parroquias, sus comunidades, la gente del pueblo lo sentía suyo, era uno de ellos, vivía con la simplicidad con la que vive el pobre. Abrazaba a los niños, ponía su mano sobre la cabeza de una anciana, sobre el hombro cansado de un obrero o campesino o del familiar de la última víctima de la violencia de su país.

 

Lo que expresan los cantos de la Misa Salvadoreña, proféticos y llenos de evangelio, era su convicción y por eso se cantaban como parte de “la liturgia que era su vida y su palabra”, un ofrendarse a Dios y a los pobres con la entrega de su vida día a día. 

 

¡Mons. Romero, Santo y Mártir nuestro, ruega por nosotros!

 

 

Imagen: https://laslineastorcidas.wordpress.com/2015/02/13/san-romero-de-america/ 

 

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