8 de marzo, Día de la Mujer… Necesitamos ‘Javieras’ todos los días del año

08 de Marzo de 2018

[Por: Rosa Ramos]




“Mirar rasgado, patitas chuecas, María va,

 pisando penas, la arena ardiente, María va, 

calcina el monte un sol de fuego, María va…”

Antonio Tarragó Ros

 

La protagonista de esta historia -que elijo entre tantas- para celebrar este Día de la Mujer no se llama María, sino Javiera. La veía desde hacía muchos años en “encuentros” de decenas o centenas de personas. Pero puedo decir que la conocí ahora. Porque se conoce a una persona cuando se entra en su casa, en su taller, en su mundo; cuando se pasa del saludo festivo de los encuentros multitudinarios, al encuentro personal; cuando se la deja hablar, y se escucha con el corazón la historia contada -y la no contada pero intuida en las pausas, sonrisas, o lágrimas-.

 

Escribo este artículo en un pueblito o caserío llamado Las Mojarras, ubicado en La Banda, sobre la ruta 40, a 2 kms de Santa María de Catamarca, cruzando el río que durante 10 meses del año está seco, pero ahora tiene agua porque ha llovido. La Banda se extiende por 22 kms con pequeños pueblitos. Cada uno tiene su iglesia, muy bien cuidada, con su parque delante. También su escuela, algunas están allí desde las épocas de Perón. Javiera vive a unos 10 kms de aquí, en uno de los extremos de La Banda, en Fuerte Quemado.

 

Sí, estoy en el norte argentino que nunca quise visitar1, porque le huía a la angustia que me provoca su desierto. Temía que a la sequedad de la tierra correspondería la aspereza de la vida en el norte. Y eso que temía encontrar, lo encontré, y también más. Más dolor, pero también más fe, más coraje, más esperanza. Encontré más belleza, que asoma no sólo en los cerros, sino en su gente y en la trama que el Espíritu va tejiendo con ella.

 

La belleza y lo “tan fiero” coexisten. Los cerros de 7 colores se ven a mediana distancia, luego las cadenas se suceden, hasta la cordillera que se ve azul contra el cielo celeste. Generalmente las cumbres están cubiertas por nubes blancas, que ocultan parcialmente las nieves perpetuas. Bello y enigmático el paisaje, y entre los pequeños pueblos y esas distantes cumbres, la tierra, el polvo, oleadas de polvo que penetran hasta los pulmones –y acaso el alma–. 

 

Este paisaje árido me recuerda los caminos que Jesús recorría con su comunidad itinerante. También entre el desierto y las casas, se extienden inmensas plantaciones de vid y salpican el paisaje grandes y pequeñas bodegas. El clima es bueno para las distintas clases de uvas. Otra semejanza con las tierras que el Galileo conoció palmo a palmo durante 30 años.

 

Aquí las mujeres son las que sobrellevan las cargas más pesadas: jornadas de 24 horas, muchos hijos, que pone la vida desde muy temprano, y hasta avanzada edad; el cuidado de todos los que lo requieren, así como de huerta y animales. Esperas de maridos ausentes o alcohólicos y la carga tantas veces más pesada de callar el dolor y las frustraciones. 

 

Algunas veces no pueden más y dejan la lucha, la casa… También escuché historias de hombres y mujeres grandes que aún lloran ese haber sido “abandonados”. Pero en general las mujeres soportan o enfrentan las adversidades y sacan adelante a sus familias, acogen con sabiduría los cambios y las oportunidades. Tejen sueños y los plasman en diversas y creativas formas.

 

El Espíritu me trajo y colocó a la escucha de las duras historias de la gente, para conocer y reconocer su valor, su capacidad de resistencia, su don para la resiliencia, su pasión por la vida, su fe y su esperanza como signo –arras– de salvación en la historia. Y aquí va a aparecer Javiera y su habilidad para crear y recrear su vida a través de su trabajo como artesana de licores y de dulces. Aunque muchas lo hacen, ella tiene su “producción y venta” reconocidas.

 

Cuando era niña era “criada” en una casa, junto con muchos niños y niñas más, que salían de la escuela e iban a trabajar “a la casa grande”. Allí se realizaban diversos trabajos, de finca, con animales, y en la fabricación de salsas, comidas, licores y dulces. Javiera trabajaba y aprendía todo con entusiasmo, pero lo que más le gustaba –por eso se ha dedicado toda la vida luego–, era precisamente la producción de dulces.

 

Llegué a su casa, taller, y comercio, a las 20.30 horas del viernes, tosiendo por el polvo del camino. Aún estaban trabajando en el patio, bajo el parral, su marido, su hermana y ella misma. La jornada había empezado a las 6 y 30 con la limpieza y cocción de los membrillos. Doce horas después había muchos tachos ya con la pulpa molida y seguían moliendo más, dando manija a una pequeña máquina -como las antiguas de picar carne-. 

 

Luego nos mostró en otra habitación las otras fases del proceso, donde estaban aún calientes y recién desmoldados los trozos de “medio kilo” de dulce de membrillo prontos. Y acabamos el recorrido en una sala donde expone y vende los productos. 

 

Allí me sorprendí al ver en las paredes humildes y bien pintadas muchas fotos encuadradas con certificados y premios, o donde se veía a Javiera dando conferencias y clases (¡hasta a futuros ingenieros!, nos contó con orgullo). Viendo el interés, y que sacaba fotos, me dio una carpeta en la que guardaba ordenados cronológicamente quizá más de 30 certificados de cursos recibidos y dados, de premios y reconocimientos. Mi admiración crecía al leer cada uno, los había de diferentes ciudades e instituciones que la distinguían por su aporte a la cultura.

 

Esta mujer que tantas veces había visto, pero sin saber realmente quien era, en su casa, en su taller –en su Nazaret, como María y como tantas mujeres a lo largo y ancho del mundo–, se abrió generosamente a compartir sus labores y saberes con entusiasmo y satisfacción. Tiene hijos y nietos, algunos con títulos universitarios “pero saben trabajan y me ayudan”.

 

No fue allí esa noche, sino en una reunión comunitaria donde Javiera contó cómo aprendió su arte siendo niña y criada. También en ese espacio de fraternidad habló de una hija que murió poco antes de cumplir 15 años, a la que le brindó todo el cuidado y el amor desde que se le diagnosticó poliartritis a los 7 años. No fue ese el único dolor en la vida de Javiera, valorada y querida no sólo por sus sabrosos dulces y licores, sino por cómo ha sabido poner color y dulzura a una vida difícil. Otras lo hacen de otros modos. La vida late, la creación es continua.

 

En estos pocos días también disfruté de trabajar con más de 100 catequistas de todas las edades, fue muy lindo ver varios matrimonios de catequistas, también madres e hijas, todos muy animados por una religiosa y un sacerdote agustinos. Pude apreciar la belleza de la trama tejida con ásperos hilos en este norte argentino. Una trama de más de 7 colores, donde todos a su modo tejen, laicos y religiosos, me acompañó uno de 81 años con tanta calidez y amor por la gente, por su gente, y una laica cordobesa que también fue por primera vez.

 

Doy gracias a Dios por el regalo de esta experiencia que me caló hondo, tanto como el polvo, pero positivamente. Y en este 8 de marzo, celebro como mujer la vida, la celebro con y por todos, varones y mujeres, pero hago un homenaje especial a las “Marías”, las “Javieras”, las “Natalias”, las “Josefinas”, que necesitamos todos los días para que lo amargo se convierta en dulce con la sabiduría tradicional y la creatividad viva. Y sobre todo para que el mundo ande y el Reino crezca como cuando se mezcla harina con la levadura (Mt. 13, 33).

 

Citas:

 

 

 Invito a ver la vieja pero necesaria película “La deuda interna” https://youtu.be/CorSCo_s9NE

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