04 de Diciembre de 2017
[Por: Rosa Ramos]
“¡Ay! Utopía, cabalgadura que nos vuelves gigantes en miniatura…
¡Ay! Utopía, dulce con el pan nuestro de cada día!
Sin utopía, la vida es un ensayo para la muerte” (Joan Manuel Serrat)
La espiritualidad es patrimonio de la humanidad, como hemos afirmado ya en este blog. Pero como todo lo humano, lo auténticamente humano, es siempre posibilidad, posibilidad frágil y amenazada, promesa a conquistar día a día. Así también sucede con el amor o con la libertad.
Ser humano es ser capaz de amar: “Amo, entonces existo, y la vida vale”, decía Emmanuel Mounier distanciándose de Descartes. Pero no es tan fácil amar, nuestros amores son construcciones frágiles, don y tarea. Amar es un “arte”, como popularizara Erich Fromm, que requiere aprendizaje y… la verdad es que no acabamos nunca de aprender el arte de amar.
Otro tanto sucede con la libertad, es don y conquista, posibilidad y permanente esfuerzo de liberación, de autotrascendencia y de donación, o no es libertad humana.
Son dones que nos llegan pequeñitos y envueltos en pañales, como el Dios hecho Niño que celebraremos dentro de poco. El amor y la libertad, también la espiritualidad –fuente de la alegría, la paz, el entusiasmo…– son maravillosas posibilidades humanas, pero requieren condiciones para su desarrollo: esperanza, y firme propósito de cultivo.
La espiritualidad es tan humana y tan universal que la vimos expresarse hermosamente en poetas agnósticos y ateos. También la vimos expresada en forma profundamente religiosa, en esa capacidad de afrontar la vida entera, hasta sostener en la fe ese “morir en soledad” que nos regalara sincera y proféticamente Mauricio Silva, anticipando su terrible muerte.
La espiritualidad es como la savia que recorre vivificando desde las raíces, el tronco, las ramas para llegar a engendrar las yemas, luego las hojas, las flores y los frutos de un árbol. Cada especie tiene sus rasgos, flores y frutos propios. Así también la historia –con sus límites y sus posibilidades– va gestando espiritualidades diferentes, permitiéndonos reconocer la de un pueblo en su identidad y manifestaciones culturales. “Por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7, 16).
La espiritualidad da unidad y fuerza, vertebra la vida de una persona, o un pueblo, dándole identidad, capacidad de lucha, resistencia, creatividad, valentía, generosidad...
Pero el cultivo de una espiritualidad, religiosa o no, requiere una narración que le confiera sentido, orientación y valor.
Esa narración puede ser teológica. Los cristianos creemos que Dios es Alfa y Omega, que Jesús ilumina toda la historia, que asumiéndola la salva, precisamente del sin sentido y la muerte, del mal en todas sus formas. Las opciones, actitudes, gestos concretos de Jesús dan base a nuestra espiritualidad, y la animan palabras suyas como:
“no teman”, “el tiempo se ha cumplido, conviértanse y crean en la Buena Noticia”, “les he dicho estas cosas para que su gozo sea perfecto”, “ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, “síganme... vayan”…
Otras veces en la historia, o para otras personas, la narración que sustenta la espiritualidad no es teológica, pero sí comporta un horizonte utópico. Recordemos que utopía se puede entender como “no lugar”, o “no lugar aún”, pero también como “feliz lugar” (eu topos).
La “tierra sin males”, “el buen vivir”, de una u otra manera siempre han sido sueño y fuerza para la humanidad, desde que bajó de los árboles y salió de las cavernas siguiendo un proceso de humanización. Tuvo sin embargo un tiempo de esplendor: la modernidad.
La modernidad (siglo XVII hasta mitad del XX) fue un tiempo particularmente marcado por la esperanza de un futuro mejor y compartido por todos. Primero fue la confianza en la razón, luego en la ciencia, más tarde los sistemas filosóficos idealistas, positivistas o marxistas; con fundamentos y utopías diferentes, todos presentaban una narración que orientaba hacia una meta soñada como alta, noble, buena y bella para la humanidad. De ahí que aún rechazando la espiritualidad religiosa, la modernidad tuvo una fuerte espiritualidad.
A nivel personal la espiritualidad crece desde la historia y heridas de cada uno, como esa sabia vital que recorre, levanta, anima, impulsa a seguir. Agustín Goytisolo escribió a su hija: “Nunca te entregues ni te apartes junto al camino, nunca digas no puedo más y aquí me quedo...” Muchas veces esa espiritualidad florece en proyectos: “No canta el mirlo en la rama, ni salta la espuma en el agua: lo que salta, lo que canta el proyecto en el alma” -Pedro Salinas-.
Tanto las narraciones religiosas como las no religiosas son artesanas de la Historia, y comparten “el principio esperanza” (Ernest Bloch) que religa y dinamiza con una orientación. Los hechos serían mudos, o quedarían aislados sin ese hilo-palabra que los teje o al menos hilvana; el relato une, da significado a los hechos, resignifica las experiencias, las interpreta, y comunica alimentando la espiritualidad de personas y comunidades. La narración no siempre es teológica, pero siempre es teleológica, supone un “telos”, un fin, un sentido.
Profetas, filósofos y artistas, son capaces de nombrar, cuestionar, cargar de sentimientos –admiración, indignación–, e iluminar aquello que acontece, sobre todo aquello que se repite y parece absurdo: nacer, trabajar, amar, morir, o ser muerto prematuramente, la pobreza, la guerra, el dolor…. Son profetas porque ahondando en el tiempo y en los pueblos, penetran el doloroso misterio de tanta vida perdida, hasta ver y ayudar a ver el hilo de oro que las recoge, une, y avanza torpe, pero porfiadamente, hacia un horizonte de luz.
Sin la sensibilidad y la porfiada esperanza de los constructores de relatos, el devenir humano carece de sentido, no vale y se hunde desapareciendo en la tierra muda y anónimamente.
Desde hace unas décadas se menosprecian las utopías, se las tilda de “grandes relatos” engañadores –Lyotard– o se habla del fin de la Historia –esa de sueños y de proyectos que hacen saltar y cantar el alma-. El resultado: la era del desencanto, el imperio de lo efímero –Lipovetsky–, un caos de instantes aislados, rodeados de vacío, que hay que vivir “ya” avaramente, porque no hay más allá, ni otro mundo posible que merezca esfuerzo colectivo.
La pérdida de narratividad, de metarelatos religiosos o no, conlleva a perder “el aroma del tiempo” –Byund Chul Han– pues carece de continuidad y de esa calidad que perfuma la vida.
¿Se entiende el título elegido? Sin narratividad, sin utopía, no hay esperanza ni espiritualidad que vivifique y la aliente. Nos quedamos huérfanos de sentido, sin ideales y valores por los que luchar, vacíos y a la deriva deambulamos, no caminamos –Jon Sobrino–, vamos como turistas apurados, devorando imágenes, curiosos, pero no como interesados –Sigmund Bauman–.
Sin embargo, los humanos parece que llevamos en los genes una sed de utopía –o de Reino en términos cristianos– que una y otra vez nos vuelve a recordar que esta historia vale, tiene un sentido, por eso exige respuesta y compromiso. Es Historia de Salvación-Humanización.
Serrat al cantar a la utopía reconoce que está amenazada, pero destaca su necesidad y apuesta a ella con fuerza y confianza: “¡Ay! Utopía que alumbras los candiles del nuevo día”.
Descargue el video de la canción ‘Utopía’ de Joan Manuel Serrat.
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