19 de Noviembre de 2017
[Por: Pablo Bonavía]
‘Dios ha elegido lo que el mundo considera débil
para confundir a los fuertes’ (1 Corintios 1, 27).
‘La fuerza de los pequeños’ es una expresión que hoy nos dice mucho. ¿Por qué? Porque sentimos que en la simplicidad y belleza de su formulación nos abre a una dimensión muy honda de la realidad humana. Realidad que vamos desentrañando poco a poco en el seguimiento de Jesús tal como lo vivimos en muchas comunidades cristianas. Ella hace presente una sensibilidad espiritual que siempre se mantuvo viva en ciertos espacios de iglesia pero que sólo en las últimas décadas ha comenzado a recuperar la centralidad que le corresponde como parte del núcleo mismo de la fe cristiana. Una centralidad siempre amenazada debido al carácter contracultural del misterio que se nos revela en Jesús y que, por eso, otorga a esta fórmula un valor estratégico que debemos preservar en la lucha por gestar otro mundo posible desde una perspectiva explícitamente creyente.
Su uso frecuente tiene, sin embargo, una limitación de la que queremos hacernos cargo: el riesgo de transformarse en una fórmula que –a fuerza de repetirse mecánicamente– se vaya vaciando de contenido. Y pierda así su capacidad de interpelación no sólo para la comunidad cristiana sino, más allá, entre quienes están comprometidos en la transformación de la sociedad que construimos cotidianamente.
Si no tenemos el cuidado necesario, los cristianos perderemos, para nosotros y para nuestros compañeros de camino, la fecundidad que contiene esta expresión a la hora de orientar y sostener nuestras prácticas según la novedad del Reino de Dios. Y estaremos, de paso, afectando el carácter descolonizador propio de la reflexión teológica latinoamericana que se considera a sí misma un momento segundo que hunde sus raíces precisamente en procesos de profunda transformación social y pastoral como su momento primero.
La primera precaución a tener presente es muy simple: no dar por descontado que la realidad a que alude esta expresión es comprendida por el sólo hecho de ser enunciada. No: su sentido último es cualquier cosa menos obvia. Me atrevería a decir que no es evidente siquiera para los propios pequeños y pequeñas de los que trata. No sólo porque la ‘fuerza’ a que se refiere no es la que reconoce la cultura dominante o porque el término ‘pequeño’ carezca de la precisión que parecen ofrecer otros términos manejados en la literatura social. Hay otra dificultad más seria y cuestionadora: ella se opone frontalmente a la mirada de fondo que tenemos sobre las personas y las cosas.
Decir que trabajadores precarizados, campesinos desplazados, hombres y mujeres que habitan en barrios marginales, afrodescendientes, indígenas o migrantes ‘ninguneados’, tienen fuerza, y la tienen precisamente por ser pequeños, supone algo más que cierta sensibilidad social. Supone asumir una mirada radicalmente distinta a la que nos impone el sistema. Una mirada ‘alterada’, es decir, que percibe a la realidad desde el ‘otro’, desde el que es socialmente insignificante, pero no a partir de sus carencias sino de sus capacidades, más aún, desde su poder. Poder que no entendemos como la posibilidad de imponerse a los demás por la fuerza sino como capacidad de generar vida precisamente por no usar de ningún tipo de violencia. En este sentido, como señalaba Hannah Arendt, el poder es la única fuerza capaz de construir a la comunidad humana como tal precisamente porque prescinde totalmente de la fuerza de dominación, que es lo que habitualmente entendemos por poder.
¿Podemos decir con realismo que el poder de ‘humanizar lo humano’ está en manos de los pequeños y pequeñas? ¿Cómo entenderlo sin caer en una fácil idealización o en el voluntarismo? Quizá un ejemplo tomado de la realidad pueda ser más útil que ensayar una mera disquisición teórica.
En una visita a Montevideo el entonces obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, nos relató que en México muchos sectores poderosos acusaban a las comunidades eclesiales de base de ser células políticas revolucionarias. Pretendían de esta manera colocarlo en una postura defensiva, casi vergonzante. Pero él, contra todas las expectativas, respondía con claridad y sin miedo que, efectivamente, esas comunidades eran revolucionarias. Sólo que lo eran justamente por no practicar ningún tipo de violencia.
Sus miembros no tenían armas, ni formación militar, ni experiencia de confrontación política, ni voz en los medios de comunicación, ni títulos universitarios que les dieran prestigio social. Pero eso sí: desobedecían las reglas de juego del sistema. ¿Por qué? Porque allí los pobres, los analfabetos, los invisibles, los que no cuentan, hacían un acto profundamente transgresor: se escuchaban con tanta atención que se constituían recíprocamente en ‘autoridad’ unos para otros a partir de su experiencia de vida. Se reconocían mutuamente una dignidad que no dependía de su capacidad de consumo, o de la fuerza para imponer sus intereses a los demás. Y lo hacían a partir de una convicción de fe profundamente enraizada en la Biblia: la construcción de lo verdaderamente humano pasa necesariamente por desenterrar los dones y tesoros que Dios regala a cada uno, aún los que menos cuentan. En ese hacerse mutuamente sujetos desde la fe en Dios iban superando la autopercepción negativa y paralizante que les imponía el sistema y lograban desocultar el verdadero poder transformador que anidaba en la profundidad de sus vidas.
Habían descubierto algo fundamental: el poder de los que no tienen poder.
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