17 de Noviembre de 2017
[Por: Víctor Codina, SJ]
A la puerta de nuestra casa de Cochabamba vienen con frecuencia pobres a pedir limosna. Nunca damos plata, sino que los enviamos a una oficina diocesana de Solidaridad a la cual colaboramos. Pero siempre les damos comida.
A veces son mujeres con niños, otras veces ancianos, ordinariamente hombres que viven y duermen en la calle, también borrachitos a los que algunos agreden.
El otro día vino un borrachito, con la cara hinchada pues alguien le había pegado. Pidió muy educadamente perdón por molestar y pidió un poco de comida. Le calenté un plato de comida con pan y fruta. Me dio las gracias y me bendijo: “que Dios le bendiga, le acompañe y le ayude siempre”. Yo también le dije “que Dios también te bendiga a ti”.
A mí hasta ahora me habían bendecido familiares y amigos, sacerdotes, obispos y el Papa… pero ningún pobre, ni ningún borracho me había bendecido. La bendición del borracho me alegró y confortó, experimenté en mi interior como un impulso de gracia divina.
Y me recordó aquella bendición de Números 6,24-26 que la liturgia del 1º de enero nos presenta al comenzar el año:
Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti
y te muestre su gracia.
No creo que borrachito haya acudido al libro de los Números. Su bendición brotó espontáneamente de un corazón noble, sincero y pobre. Seguramente el Señor escuchó su oración con más cariño y amor que otras oraciones rituales.
Aunque nunca nos lo acabamos de creer, el Señor ha revelado los misterios del Reino no a los sabios y prudentes, sino a los pequeños y pobres (Lc 10,21). A los borrachitos.
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