10 de Noviembre de 2017
[Por: Marcelo Barros]
Durante siglos, la espiritualidad cristiana y de otras religiones parecía contraria a una más fuerte atención al cuerpo. Cierta cultura venida del neo-platonismo oponía el espíritu a la materia y a todo lo que es corporal.
Pablo escribe que la carne tiene deseos contrarios al Espíritu. O las personas se dejarían guiar por el Espíritu o serían dominadas por la carne (Cf. Rm 8, 5- 9); Gl 5, 19- 24 e 6, 8-9). Pablo llama carne (sarx) a todo el sistema mundano separado de Dios. Cuando oponía carne y espíritu, no pensaba en cuerpo (soma). Sin embargo, este tipo de sensibilidad ha generado en las Iglesias y hasta en otras religiones una desconfianza en relación a todo lo que es ligado al cuerpo.
Los antiguos místicos consideraban santo a quién lograra vencer todos los instintos corporales. Los primeros monjes enseñaban que a un verdadero espiritual basta una comida por día, constituida de un pedazo de pan salado y agua. También sería suficiente dormir dos horas por noche. Lo importante era ‘domar’ el cuerpo, como se hace con un animal salvaje que se quiere domesticar. Todo lo que se relacionaba con la sexualidad era sospechoso.
En sus primeros siglos, la Iglesia enseñaba que los sacerdotes, incluso casados, deberían abstenerse de actos sexuales siempre que se preparaban a celebrar la eucaristía. Los esposos laicos eran aconsejados a una completa abstinencia sexual durante la Cuaresma. Este modelo de espiritualidad consideraba siempre el placer como malo.
San Agustín tiene dificultad de justificar lo que llamaba como “placer legítimo”, una especie de excepción a la regla, ya que normalmente se condenaban las danzas, las fiestas, los espectáculos, la risa y todo lo que ligaba las personas a la alegría de vivir.
Umberto Eco, en su obra En nombre de la rosa muestra un monasterio medieval donde los monjes son asesinados para no descubrir en la biblioteca un tratado que Aristóteles había escrito sobre la sonrisa.
En el siglo XIII, a partir de la filosofía aristotélica y no más platónica, Tomás de Aquino intentó rescatar el valor de la materia y del cuerpo. La visión era menos pesimista, pero la doctrina sexual no ha cambiado mucho. Los moralistas hablaban de “ley natural” y todo lo que no era visto como natural (homosexualidad, masturbación, etc.) era considerado pecaminoso y malo. Infelizmente esta visión aún es dominante en varias Iglesias.
Solo después del Concilio Vaticano II (1965) en la Iglesia Católica y en las más recientes asambleas generales del Consejo Mundial de Iglesias, en el mundo protestante, se ha intentado definir que la ética cristiana tiene como objeto principal la vida. Lo que es favorable a la vida debe ser considerado ético y espiritualmente bueno. Lo que es desfavorable a la vida sería visto como anti-ético e inmoral.
La dificultad es que no siempre las personas se ponen de acuerdo sobre lo que es considerado favorable o no a la vida suya, de los otros y del universo. Sea como sea, eso ha posibilitado una lectura menos fundamentalista de la Biblia, escrita desde presupuestos culturales totalmente diversos de los nuestros y que por eso no puede ser leída literalmente cuando se trata de problemas como estos.
Las religiones orientales más antiguas y las tradiciones espirituales afro-descendentes consideran el erotismo e incluso el placer sexual como energías positivas y hasta divinas, desde que sean bien orientadas y no sirvan para dominar a nadie ni se use otra persona como objeto. Aunque se deba criticar una visión permisiva y comercial que la sociedad de consumo propaga sobre el cuerpo y la sexualidad, es cierto que la represión puritana no es mejor.
Los antiguos definían como regla para una sana espiritualidad todo lo que ayuda a formar una unidad interior. Sin duda, la integración afectiva y la aceptación de su sexualidad con sus deseos y sus necesidades son pasos importantes en el camino del reconocimiento de la presencia y de la actuación divina en nosotros y en los otros. “Dios es amor. Quién, de alguna forma, vive el amor vive en Dios y el Espírito Divino está en esta persona” (1 Jn 4, 16).
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